Effetá
La fuerza divina que el hombre no puede tocar, bajó, se envolvió con un cuerpo palpable para que los pobres pudieran tocarle, y tocando la humanidad de Cristo, percibieran su divinidad…
“Entonces le presentaron a un sordomudo y le pidieron que le impusiera las manos. Jesús lo separó de la multitud y, llevándolo aparte, le puso los dedos en las orejas y con su saliva le tocó la lengua. Después, levantando los ojos al cielo, suspiró y le dijo:
“Efatá”, que significa: “Ábrete”. Y en seguida se abrieron sus oídos, se le soltó la lengua y comenzó a hablar normalmente. “ (San Marcos 7, 31-37)
La fuerza divina que el hombre no puede tocar, bajó, se envolvió con un cuerpo palpable para que los pobres pudieran tocarle, y tocando la humanidad de Cristo, percibieran su divinidad. A través de unos dedos de carne, el sordomudo sintió que alguien tocaba sus orejas y su lengua. A través de unos dedos palpables percibió a la divinidad intocable una vez rota la atadura de su lengua y cuando las puertas cerradas de sus orejas se abrieron. Porque el arquitecto y artífice del cuerpo vino hasta él y, con una palabra suave, creó sin dolor unos orificios en sus orejas sordas; fue entonces cuando, también su boca cerrada, hasta entonces incapaz de hacer surgir una sola palabra, dio al mundo la alabanza a aquel que de esta manera hizo que su esterilidad diera fruto.
También el Señor formó barro con su saliva y lo extendió sobre los ojos del ciego de nacimiento (Jn 9,6) para hacernos comprender que le faltaba algo, igual que al sordomudo. Una imperfección congénita de nuestra pasta humana fue suprimida gracias a la levadura que viene de su cuerpo perfecto. Para acabar de dar a estos cuerpos humanos lo que les faltaba, dio alguna cosa de sí mismo, igual como él mismo se da en comida [en la eucaristía]. Es por este medio que hace desaparecer los defectos y resucita a los muertos a fin de que podamos reconocer que gracias a su cuerpo «en el que habita la plenitud de la divinidad» (Col 2,9), los defectos de nuestra humanidad son suprimidos y la verdadera vida se da a los mortales por este cuerpo en el que habita la verdadera vida. (San Efrén)
La compasión de Cristo hacia los enfermos y sus numerosas curaciones de dolientes de toda clase son un signo maravilloso de que «Dios ha visitado a su pueblo» (Lc 7, 16) y de que el Reino de Dios está muy cerca. Jesús no tiene solamente poder para curar, sino también de perdonar los pecados: vino a curar al hombre entero, alma y cuerpo; es el médico que los enfermos necesitan. Su compasión hacia todos los que sufren llega hasta identificarse con ellos: «Estuve enfermo y me visitasteis» (Mt 25, 36). Su amor de predilección para con los enfermos no ha cesado, a lo largo de los siglos, de suscitar la atención muy particular de los cristianos hacia todos los que sufren en su cuerpo y en su alma. Esta atención dio origen a infatigables esfuerzos por aliviar a los que sufren.
A menudo Jesús pide a los enfermos que crean. Se sirve de signos para curar: saliva e imposición de manos, barro y ablución. Los enfermos tratan de tocarlo, «pues salía de Él una fuerza que los curaba a todos» (Lc 6, 19). Así, en los sacramentos, Cristo continúa «tocándonos» para sanarnos.
Conmovido por tantos sufrimientos, Cristo no sólo se deja tocar por los enfermos, sino que hace suyas sus miserias: «Él tomó nuestras flaquezas y cargó con nuestras enfermedades» (Mt 8, 17). No curó a todos los enfermos. Sus curaciones eran signos de la venida del Reino de Dios. Anunciaban una curación más radical: la victoria sobre el pecado y la muerte por su Pascua. En la Cruz, Cristo tomó sobre sí todo el peso del mal y quitó el «pecado del mundo» (Jn 1, 29), del que la enfermedad no es sino una consecuencia. Por su pasión y su muerte en la Cruz, Cristo dio un sentido nuevo al sufrimiento: desde entonces éste nos configura con Él y nos une a su pasión redentora. (Catecismo 1503-1506)
“«Effetá»: entonces la orden se dirigió a un sordomudo, para que se abriesen sus sentidos y comenzasen a funcionar de modo normal.
«Effetá», la misma orden se dirige ahora al hombre interior, para que se abra a los divinos misterios, mediante la luz de la fe, mediante el amor, la esperanza. Para que viva, cada vez más intensamente, la vida divina injertada en su alma mediante el bautismo.
Reflexionemos hoy sobre esta orden.
Acojámosla siempre de nuevo, puesto que continuamente y siempre debe desarrollarse en nosotros lo que ha sido injertado por la gracia del bautismo.
Toda la vida del cristiano es, en cierto sentido, una gradual y constante colaboración con ese misterioso comienzo de la vida divina, recibida mediante el bautismo.
Oremos, pues, por todos los bautizados para que la gracia de este sacramento no la reciban en vano (cf. 2 Cor 6, 1), sino que dé constantemente frutos abundantes…
[…] Quisiéramos pedir a la Virgen de Nazaret que también nuestra alma se abra, una vez más, como la suya, a la verdad y a la potencia de la Anunciación, repitiendo el «fiat»: «Hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38).
«Effetá «.Que se abra la historia del hombre y del mundo a esta excelsa gracia que se llama «Encarnación».
Que «el Verbo se haga carne» (cf. Jn 1, 14) por obra del Espíritu Santo…” (San Juan Pablo II, Ángelus, 05-09-1982).