San Francisco de Asís y María Santísima
La virginidad hace de ella el vaso «puro», donde Dios puede derramarse con la plenitud de su gracia…
El misterio de la maternidad divina eleva a María sobre todas las demás criaturas y la coloca en una relación vital única con la santísima Trinidad.
María lo recibió todo de Dios. Francisco lo comprende muy claramente. Jamás brota de sus labios una alabanza de María que no sea al mismo tiempo alabanza de Dios, uno y trino, que la escogió con preferencia a toda otra criatura y la colmó de gracia. Francisco no ve ni contempla a María en sí misma, sino que la considera siempre en esa relación vital concreta que la vincula con la santísima Trinidad: «¡Salve, Señora, santa Reina, santa Madre de Dios, María, Virgen hecha iglesia, y elegida por el santísimo Padre del cielo, consagrada por Él con su santísimo Hijo amado, y el Espíritu Santo Paráclito; que tuvo y tiene toda la plenitud de la gracia y todo bien!» (13). También esto nos deja ver que cuanto Francisco dice de la Virgen y las alabanzas que le dirige, todo nace de ese misterio central de la vida de María, de su maternidad divina; pero ésta es la obra de Dios en ella, la Virgen. Incluso la perpetua virginidad de María ha de ser comprendida sólo en relación con su maternidad divina. La virginidad hace de ella el vaso «puro», donde Dios puede derramarse con la plenitud de su gracia, para realizar el gran misterio de la encarnación. La virginidad no es, pues, un valor en sí -muy fácilmente podría significar esterilidad-, sino pura disponibilidad para la acción divina que la hace fecunda de forma incomprensible para el hombre: «consagrada por Él con su santísimo Hijo amado y el Espíritu Santo Paráclito».
Esta fecundidad es mantenida por la acción de Dios-Trinidad: «que tuvo y tiene toda la plenitud de la gracia y todo bien».
Esta relación vital entre María y la Trinidad la expresa Francisco aún más claramente en la antífona compuesta por el santo para su oficio, llamado con poca exactitud Oficio de la pasión del Señor, antífona que quería se rezara en todas las horas canónicas: «Santa Virgen María, no ha nacido en el mundo entre las mujeres ninguna semejante a ti, hija y esclava del altísimo Rey sumo y Padre celestial, madre de nuestro santísimo Señor Jesucristo, esposa del Espíritu Santo» (OfP Ant). También estas afirmaciones se fundan en lo que la gracia de Dios ha obrado en María. Las alabanzas a la Virgen son al mismo tiempo alabanzas y glorificación de aquel que tuvo a bien realizar tantas maravillas en una criatura humana.
Si los dos primeros atributos son claros e inteligibles sin más, y se usaron con frecuencia en la tradición anterior de la Iglesia, tendremos que detenernos un poco más en el tercero, «esposa del Espíritu Santo», tan común hoy día. Lampen, después de un minucioso estudio de los seiscientos títulos aplicados a María por autores eclesiásticos de Oriente y Occidente, recogidos por C. Passaglia en su obra De Immaculato Deiparae Virginis conceptu (14), hace constar que no aparece entre ellos este título. Esto le hace suponer con un cierto derecho que fue san Francisco el primero en emplearlo (15). Como tantas otras veces, también en este caso pudo Francisco haber penetrado con profundidad en lo que el evangelio dice de María, y haber expresado claramente en su oración lo que veladamente se contenía en el anuncio del ángel según san Lucas (Lc 1,35). María se convierte en madre de Dios por obra del Espíritu Santo. Ya que ella, la Virgen, se abrió sin reservas -o, para decirlo con san Francisco, en «total pureza»- a esta acción del Espíritu, en calidad de «esposa del Espíritu Santo» llegó a ser madre del Hijo de Dios. Esta manera de ver estos misterios nos puede descubrir en Francisco un fruto de su oración contemplativa. Según Tomás de Celano, «tenía tan presente en su memoria la humildad de la encarnación…, que difícilmente quería pensar en otra cosa» (1 Cel 84). Por eso no se cansaba de sumergirse en este misterio por medio de la oración. Podía pasar toda la noche en oración «alabando al Señor y a la gloriosísima Virgen, su madre» (1 Cel 24).
Todo esto lo inundaba de una inmensa veneración y era para él la más íntima y pura realidad de Dios. En todo esto redescubría a Dios en su acción incomparable; y esta consideración lo hacía caer de rodillas para una oración de alabanza y agradecimiento. Esta acción del divino amor, que María había acogido y aceptado con un corazón tan creyente, la elevaba, según Francisco, sobre todas las criaturas a la más íntima proximidad de Dios. Por esto, Francisco ensalzaba tanto a la «Señora, santa Reina», proclamándola «Señora del mundo» (LM 2,8).
Francisco, heraldo de María, la Madre de Jesús
En San Francisco la clave de interpretación de todas sus actitudes y expresiones es el amor. Rubén Darío lo ha contemplado y descrito certeramente con dos palabras: «Un hombre con alma de querube y corazón de lis». El «serafín de Asís», le llama el pueblo devoto. Francisco amaba a Dios y a todas las criaturas con todo su ser, pero de modo particular «amaba con indecible afecto a la madre del Señor Jesús, por ser ella la que ha convertido en hermano nuestro al Señor de la majestad, y por haber nosotros alcanzado misericordia mediante ella. Después de Cristo, depositaba principalmente en ella su confianza; por eso la constituyó abogada suya y de todos los hermanos» (LM 9,3; cf. 2 Cel 198).
Lo de Francisco transciende el sentimentalismo; es devoción auténtica, y es amor filial motivado por lo que es nuclear en la Virgen María: su maternidad. Esta es la motivación que explica todo lo que Francisco siente, vive y nos transmite cuando habla y cuando escribe. Dice su biógrafo Celano que «le tributaba peculiares alabanzas, le multiplicaba oraciones, y le ofrecía afectos tantos y tales como no puede expresar lengua humana. ¡Ea, abogada de los pobres!, cumple con nosotros tu misión de tutora hasta el día señalado por el Padre» (2 Cel 198).
Francisco veía en María, por su condición de madre, la prolongación de la misericordia, del amor y de la omnipotencia de Jesús, su hijo y redentor nuestro. Ambos, como diría la teología posterior, fueron predestinados en un mismo decreto por el Padre para consumar la misma obra: la redención del género humano. Madre e Hijo constituyen un tándem indesglosable.
Dos fiestas eran para San Francisco objeto de particular fervor y regocijo, y para las que se preparaba con un retiro de cuarenta días de oración y ayuno: Navidad y la Asunción.
La Navidad, nos dice Celano, «la llamaba la fiesta de las fiestas, en la que Dios, hecho niño pequeñuelo, se crió a los pechos de madre humana» (2 Cel 199). Cuando meditaba este misterio, dicen las fuentes franciscanas que lloraba de ternura y agradecimiento. Este agradecimiento lo expresa ante el Padre cuando en el capítulo 23 de la primera Regla, su «credo», al hacer un repaso de la historia de la salvación, escribe: «Y te damos gracias porque (…) quisiste que Él, verdadero Dios y verdadero hombre, naciera de la gloriosa siempre Virgen beatísima Santa María» (1 R 23,3).
María es para Francisco, como no podía por menos, modelo y ejemplo. En un escrito dirigido a toda la Orden dice a los hermanos sacerdotes que celebran, reciben y administran el cuerpo del Señor: «Si la bienaventurada Virgen es tan honrada, como es justo, porque ha llevado en su santísimo seno al Señor…, ¡cuán santo, justo y digno debe ser quien toca con las manos ese mismo cuerpo en la eucaristía!» (cf. CtaO 21).
La ejemplaridad de María es propuesta por Francisco a los hermanos en paralelo con Cristo, su hijo, en particular cuando se refiere a la santa pobreza. En la Carta a todos los fieles, después de referirse al misterio de la Encarnación, añade: «Y, siendo Él sobremanera rico, quiso, junto con la beatísima Virgen, su Madre, escoger en el mundo la pobreza» (2CtaF 5). Llamaba a la pobreza reina de las virtudes, «pues con tal prestancia había resplandecido en el Rey de los reyes y en la Reina, su Madre» (LM 7,1; cf. 2 Cel 200). En su «Testamento» a la hermana Clara le recuerda: «Yo, el hermano Francisco, pequeñuelo, quiero seguir la vida y la pobreza de nuestro altísimo Señor Jesucristo y de su santísima Madre, y perseverar en ella hasta el fin» (UltVol 1-2).
San Francisco quiso ser pobre porque Cristo y su Madre fueron pobres y vivieron pobres. Amaba a los pobres y veía en ellos, con los ojos de la fe, un icono de Cristo y de su pobrísima Madre. Solía decir: «Hermano, cuando ves a un pobre, ves un espejo del Señor y de su Madre pobre» (2 Cel 85). Francisco, que tanto amó y veneró a María por el don de su maternidad divina, se alegraba y daba también gracias por saber que, por gracia de Dios y obra del Espíritu Santo, él, y cualquier cristiano, puede ser respecto de Cristo espiritualmente lo que la Virgen fue física y biológicamente, es decir, engendrarlo por la escucha de la Palabra, llevarlo en el corazón y darlo a luz mediante las obras santas, que deben ser luz para ejemplo de los otros (cf. 2CtaF 53; 1CtaF I, 10). Después de Cristo, su Madre, María, pero siempre y en todo inseparables.