San Arialdo de Milán, el diácono torturado por llamar al clero a la conversión
Decir la verdad conlleva en muchas ocasiones la posibilidad del martirio…
En una época en que muchos clérigos estaban corrompidos por el dinero y el placer, Arialdo levantó la voz por la verdad y la buena doctrina hasta ser asesinado por ello
Juan Luis Vázquez Díaz-Mayordomo
Decir la verdad conlleva en muchas ocasiones la posibilidad del martirio, y así lo atestiguan numerosas páginas de la historia de la Iglesia. Lo que no es tan habitual es que aquellos que te llevan a la muerte —como le pasó a san Arialdo de Milán— sean quienes tienen encomendada la tarea de llevar al pueblo de Dios la fe y los sacramentos.
Arialdo nació en Cucciago, en la Lombardía italiana, hacia el año 1010, y llegó a estudiar en la escuela de la catedral de San Ambrosio, en Milán, donde fue ordenado diácono. En aquellos tiempos, la Iglesia del norte de Italia padecía dos males que a los ojos de hoy causan tanto rubor como escándalo: la simonía y el nicolaísmo. La primera es la compra de cargos y bienes eclesiásticos a cambio de dinero, y el segundo es el amancebamiento de sacerdotes con sus concubinas. Ambas prácticas, signo de una Iglesia corrupta entregada al poder y al placer, estaban generalizadas en amplias zonas de la Iglesia en la Europa de los siglos IX y X.
Contra todo ello se rebeló enseguida Arialdo, a quien en el año 1056 ya se le podía escuchar predicar en la región de Varese embistiendo contra estas prácticas. Al año siguiente comenzó a hacer lo propio en Milán, nada menos que durante una procesión que congregaba a todo el clero de la ciudad. Allí, un sacerdote se salió de la fila, le abofeteó y delante de todo el pueblo le llamó «hipócrita, alborotador y falso profeta». La pelea se trasladó a la plaza de la catedral, donde la muchedumbre pudo escuchar de Arialdo palabras muy duras contra el clero milanés.
A base de insistir en sus predicaciones públicas, Arialdo empezó a atraer algunos partidarios, a quienes la gente empezó a llamar despectivamente traperos, por su vestimenta humilde, en contraste con los excesos de los sacerdotes también en su apariencia. Sus demandas eran claras: que cada sacerdote corrupto firmase un documento público de renuncia a las mujeres y que el pueblo dejase de atender las celebraciones presididas por aquellos que no lo firmasen, lo que incluía dejar de recibir los sacramentos de su mano. «No puede haber posibilidad de unión entre la luz y la oscuridad, entre Cristo y Belial», exclamaba el diácono.
En un primer momento, el arzobispo de Milán, Guido da Velate, adoptó una posición conciliadora, hablando con los traperos para que desistieran de sus pretensiones y evitar así la división y la discordia entre los fieles. Sin embargo, estos no cedieron y los disturbios fueron en aumento, llegando el caso incluso a oídos del Papa Esteban IX. Este decidió intervenir y ordenó al arzobispo de Milán convocar un sínodo provincial para aclarar todo el asunto.
La reunión tuvo lugar en el monasterio de Fontaneto, en noviembre de 1057, pero como las intenciones del obispo eran que Arialdo y los suyos se retractasen de sus palabras, estos decidieron no acudir. La cosa se complicó porque entonces el arzobispo Da Velate, en una vuelta de tuerca, dictó una sentencia de excomunión contra los rebeldes.
Lo que hizo Arialdo entonces fue acudir a Roma a contar personalmente al Papa lo que estaba pasando a 650 kilómetros al norte. Esteban IX le escuchó con atención, pero se abstuvo de condenar explícitamente a su obispo en Milán; en cambio, envió a dos delegados personales encargados de investigar la controversia sobre el terreno: Anselmo da Baggio, obispo de Lucca, y el archidiácono Hildebrando di Soana, ambos llamados en años sucesivos a sentarse en la sede de Pedro.
Poco lograron los esfuerzos papales, porque las posiciones estaban enconadas en uno y otro bando. Cuando Anselmo da Baggio fue elegido Papa con el nombre de Alejandro II, tomó partido decididamente por la reforma del clero milanés, emitiendo en Pentecostés de 1066 dos bulas pontificias: la primera excomulgaba al arzobispo Da Velate, y la segunda obligaba a los sacerdotes a seguir las indicaciones de Arialdo.
Todo ello no fue bien recibido en Milán. Guido da Velate dictó la suspensión a divinis de todos los sacerdotes partidarios de la reforma, llegando incluso a encarcelar a varios de ellos, y acentuó sus predicaciones contra las intromisiones del obispo de Roma, exacerbando al pueblo y acentuando la división.
En una trifulca, los sacerdotes fieles al obispo golpearon a Arialdo, lo que provocó la respuesta de una multitud que acabó sitiando el palacio episcopal amenazando incluso la vida del arzobispo milanés. En medio de una ciudad agitada por los disturbios, Arialdo intentó huir a Roma en busca de refugio, pero fue interceptado por los siervos de una sobrina del obispo, llamada Donna Oliva, a cuyo castillo fue llevado para ser torturado. Al diácono le cortaron las orejas, la nariz, el labio superior, los ojos, el miembro viril y la lengua. También le cortaron la mano derecha, por haber escrito con ella las cartas dirigidas a Roma. Por último, lo ataron a unas pesadas piedras y lo arrojaron a un lago cercano.
Su muerte le valió una nueva excomunión al arzobispo, que presionado por la situación renunció al cargo. Apagadas ya las brasas de la rebeldía, Alejandro II decidió incluir a Arialdo, en el año 1067, en el catálogo de los santos, para devoción de los fieles y ejemplo de fidelidad para los sacerdotes.
1010: Nace San Arialdo en Cucciago, al norte de Italia
1056: Comienza a predicar contra la simonía y el nicolaísmo
1057: Primer disturbio en Milán provocado por sus palabras
1066: El Papa avala sus tesis con dos bulas
1066: Muere mártir en el castillo de Donna Oliva
1067: Es canonizado por Alejandro II