
Ven Espíritu Santo. Nombres del Espíritu Santo
Taller sobre el Espíritu Santo para Gospa Chile
Es también, por la inhabitación, el dulce Huésped del alma, como dice el Veni, Creator.
N° 6 Las apropiaciones
Tres nombres fundamentales son propios del Espíritu Santo, y los tres están basados directamente en la Sagrada Escritura: Espíritu Santo, Amor y Don (STh I,36-38). Y el examen de cada uno de ellos ha de ayudarnos a profundizar en la identidad misteriosa de esta Persona divina.
1.- Espíritu Santo. «Dios es espíritu», dice Jesús (Jn 4,24). Y de Jesús dice San Pablo: «El Señor es Espíritu» (2Cor 3,17). Es, pues, evidente que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, las tres Personas divinas, son Espíritu. Y, por supuesto, las tres son santas. Sin embargo, el nombre de «Espíritu Santo» es el nombre propio de la tercera Persona divina, pues sólo ella -no el Padre, ni el Hijo- es el término de la espiración de amor, que procede del Padre y del Hijo. Y en Pentecostés, es el Espíritu Santo el espíritu santificante que el Padre y el Hijo comunican a los hombres.
2.- Amor. «Dios es amor», dice San Juan (1Jn 4,8.16). Las tres Personas divinas son amor, amor eterno e infinito. Sin embargo, si entendemos en su sentido personal el término amor, conviene exclusivamente al Espíritu Santo. En efecto, el amor entre el Padre y el Hijo es una persona, es el Espíritu Santo.
Que el Espíritu Santo es el amor divino nos viene enseñado por la Revelación (Rm 5,5) y por la tradición teológica y espiritual. San Agustín nos dice: «el amor que procede de Dios y que es Dios, es propiamente el Espíritu Santot» (ML 42,1083). Y el concilio XI de Toledo (a.675), como hemos visto, confiesa como fe de la Iglesia que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo, y «es la caridad o santidad de ambos» (Dz 277/527). Por eso Santo Tomás enseña que «en lo divino el nombre de amor puede entenderse esencial y personalmente. [Esencialmente es el nombre común de la Trinidad]. Y personalmente es el nombre propio del Espíritu Santo» (STh I,37,1).
3.- Don. Hemos de ver en seguida cómo las tres Personas divinas se entregan al hombre, como don supremo, en el misterio de la inhabitación por gracia. Sin embargo, la Escritura nos revela que el término don conviene personalmente al Espíritu Santo, como nombre suyo propio (Jn 4,10-14; 7,37-39; 14,16s; Hch 2,38; 8,17. 20).
Tener en cuenta esto es muy importante para comprender bien la naturaleza de la caridad y su relación ontológica con el Espíritu Santo: «el amor de Dios se ha derramado en nuestros corazones por virtud del Espíritu Santo, que nos ha sido dado» (Rm 5,5).
Dice Santo Tomás: «El amor es la razón gratuita de la donación. Por eso damos algo gratis a alguno, porque queremos el bien para él. Lo cual manifiesta claramente que el amor tiene razón de don primero, por el cual todos los otros dones gratuitamente se dan. Por eso, como el Espíritu Santo procede como amor, procede como don primero. Y en ese sentido dice San Agustín que «por el don del Espíritu Santo, muchos otros dones se distribuyen entre los miembros de Cristo»» (STh I,38,2).
En efecto, cuando amamos a una persona, le comunicamos muchos dones: compañía, ayuda, dinero, alimentos, casa, favores, etc. Pero el primer don que le concedemos es el amor que le tenemos: de ese don fontal proceden todos los demás. Por eso, dice bien Santo Tomás que «el amor tiene razón de don primero».
Cristo habla siempre a los hombres del Espíritu Santo como del supremo don divino. En primer lugar, promete este don -«el Espíritu de la Promesa» (Gál 3,14)- como un bien gratuitamente comunicado por amor. Y en segundo lugar, enseña Jesús que este don debe ser pedido, precisamente porque sólamente puede venir a nosotros como don, como un bien dado: «si vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo piden?» (Lc 11,13).
Pedir el Espíritu Santo es, pues, pedir el Amor divino; es pedir el Don supremo, el don primero, el amor, el don fontal del que proceden para nosotros todos los demás dones divinos: la gracia, la filiación, el perdón, las virtudes, los dones del Espíritu Santo, la herencia eterna.
Persona-amor, Persona-don
El papa Juan Pablo II resume, pues, una larga tradición de la Iglesia cuando dice del Espíritu Santo:
«Dios, en su vida íntima, «es amor» (1Jn 4,8.16), amor esencial, común a las tres personas divinas. El Espíritu Santo es amor personal, como Espíritu del Padre y del Hijo. Por eso «sondea hasta las profundidades de Dios» (1Cor 2,10), como Amor-don increado. Puede decirse, pues, que en el Espíritu Santo la vida íntima de Dios uno y trino se hace enteramente don, intercambio del amor recíproco entre las personas divinas, y que, por el Espíritu Santo, Dios «existe» como don. El Espíritu Santo es, pues, la expresión personal de esta donación, de este ser-amor (STh I,37-38). Es Persona-amor. Es Persona-don» (enc. Dominum et vivificantem10).
Otros nombres
Son otros muchos los nombres que la Escritura, la Tradición y la Liturgia de la Iglesia dan al Espíritu Santo.
Jesús llama al Espíritu Santo el Paráclito (Jn 14,16.26; 15,26; 16,7), nombre que puede traducirse como: el Consolador que no nos deja huérfanos (14,18), el Abogado, que intercede siempre por nosotros (14,16; 16,7; Rm 8,26).
El Espíritu Santo habita plenamente en Jesús (Lc 4,1), está sobre él (4,18). Y ahora, por la inhabitación, «su Espíritu habita en nosotros» (+Rm 8,11). Por eso es el Espíritu de Cristo.
El Espíritu Santo es también el Espíritu Creador, que ordena en el comienzo el caos informe (Gén 1,2). Y si la creación nace del Amor divino, dice Santo Tomás, «el Espíritu Santo es el principio de la creación» (Contra Gent. IV,20). «Envía tu aliento [tu Espíritu] y los creas» (Sal 103,30). Por eso la Iglesia canta en su liturgia: Veni, Creator Spiritus.
Él es el Espíritu de verdad (Jn 14,17), el Maestro que nos «enseña todo», que nos «hace recordar todo» lo que enseñó Cristo (14,26), el Espíritu veraz que nos «guía hacia la verdad completa» (16,13).
Él es la Virtud del Altísimo, que viene a María para obrar el misterio de la Encarnación (Lc 1,35); y es igualmente el «poder de lo alto», que viene sobre María y los Apóstoles (24,49).
Es también, por la inhabitación, el dulce Huésped del alma, como dice el Veni, Creator.
Es, en fin, el sello de Dios que nos confirma en Cristo (Ef 1,13; 2Cor 1,21-22).