Beata Laura Vicuña, la ofrenda del dolor inocente
Beata Laura Vicuña, la ofrenda del dolor inocente Junto con la alegría de recibir a Jesús por primera vez, se intensificó el sufrimiento de ver a la madre alejada de los sacramentos.
La ofrenda del dolor inocente, siguiendo el ejemplo de Jesús, tiene un gran testimonio en la Beata chilena Laura Vicuña (5 de abril de 1891 – 22 de enero de 1904). El lunes de Pascua se cumplieron 130 años de su nacimiento. La vida terrena de Laura, que regresó a la casa del Padre a los 12 años y 9 meses, fue un don de la Providencia para tiempos, como los actuales, en los que la convivencia y en general las ofensas contra el sacramento del Matrimonio, fundamento de la familia como ha querido Dios, se han multiplicado y normalizado. Y, en un sentido aún más amplio, esta estrella de la Iglesia confirma que sólo descansando en la voluntad divina puede el hombre encontrar la verdadera alegría.
Laura nació en Santiago de Chile en un período marcado por fuertes tensiones políticas y movimientos revolucionarios que provocaron persecución a la familia. Fue bautizada a las pocas semanas de su nacimiento, el 24 de mayo, fiesta de María Auxiliadora, como signo de la que sería su vocación. El padre, un soldado que llevaba uno de los apellidos más destacados de Chile, murió prematuramente, cerca del nacimiento de su segunda hija. Así, muy pronto, la familia Vicuña se vio obligada a luchar contra la pobreza.
La madre, Mercedes, se mudó con sus hijas a Argentina, viviendo cerca de la frontera de su patria. A los pocos meses conoció a un acaudalado terrateniente, Manuel Mora, quien le dio trabajo en su finca, pero a costa de convertirse en su concubina y amante. En 1900, Laura fue enviada con su hermana menor al colegio de las Hijas de María Auxiliadora, en Junín de los Andes, donde pudo respirar toda la belleza del carisma salesiano. En ese instituto, “mi paraíso”, como ella lo llamará, la niña recibió una sólida educación cristiana, demostrando ser asidua en la oración, obediente a las monjas (como ya lo había sido con su madre), alegre y buena con sus compañeras. La catequesis de una monja sobre el matrimonio la iluminó sobre la grandeza del sacramento. Al mismo tiempo comprendió plenamente la grave situación pecaminosa en la que se encontraba su madre, hasta el punto de desmayarse de dolor.
El 2 de junio de 1901 llegó el día de la Primera Comunión y fue entonces cuando formuló tres resoluciones, al igual que su muy joven predecesor, Santo Domingo Savio.
“1) Quiero, Jesús mío, amarte y servirte durante toda mi vida; por eso te ofrezco toda mi alma, mi corazón y todo mi ser. 2) Quiero morir antes que ofenderte con el pecado; y por eso quiero apartarme de todo lo que pueda separarme de Ti. 3) Prometo hacer de mi parte cuanto sé y puedo, aun con grandes sacrificios, para que Tú seas siempre más conocido y amado, y para reparar las ofensas que todos los días Te infieren los hombres que no Te aman, especialmente las que recibes de los míos”.
Ese día, junto con la alegría de recibir a Jesús por primera vez, se intensificó el sufrimiento de ver a la madre alejada de los sacramentos. Este dolor se agravó durante las vacaciones anuales que pasaba con Mercedes (que la hacía rezar en secreto), siempre en el contexto de una convivencia irregular. En 1902, con apenas once años, Mora incluso trató de socavar su pureza, pero ella lo rechazó con firmeza. En venganza, el hombre se negó a pagar la matrícula del colegio. Sin embargo, por compasión, las monjas continuaron a recibir a Laura y a su hermana. Pero el gusano interior de la niña, verdadero ejemplo del Evangelio revelado a los pequeños (Mt 11, 25-26), continuaba. Como su confesor y primer biógrafo, Don Augusto Crestanello reveló: “Laura sufría en el secreto de su corazón… Un día decidió ofrecer su vida y aceptar con gusto la muerte, a cambio de la salvación de su madre. Me rogó que bendijera su ardiente deseo. Yo estuve perplejo largo tiempo”.
Laura también quiso ser una de las Hijas de María Auxiliadora, pero su solicitud no fue aceptada debido al estado de pecado manifiesto de su madre. Intensificó los sacrificios y, con el consentimiento del confesor, profesó en privado los votos de obediencia, pobreza y castidad. Hacia fines de 1902, su salud comenzó a deteriorarse gradualmente hasta que en septiembre del año siguiente se volvió tan inestable que ni siquiera le permitió participar en los ejercicios espirituales. En esa etapa pasó un tiempo con su madre, en un alojamiento privado, donde un día, en enero de 1904, llegó Manuel Mora con la intención de pasar la noche allí. “Si se queda aquí, yo me voy al colegio de las monjas”, dijo Laura. Mientras la niña caminaba hacia el internado, el hombre la persiguió y la golpeó violentamente.
Luego, ante el confesor, Laura renovó el ofrecimiento de su vida por la eterna salvación de su madre. Mientras tanto, sus enfermedades continuaron su curso. El 22 de enero recibió el Viático y llamó a su madre junto a su cama, revelándole: “¡Mamá, yo muero! Lo he pedido a Jesús desde hace tiempo ofreciéndole mi vida por ti, para obtener tu retorno a Dios… Mamá, antes de mi muerte ¿no tendré la alegría de verte arrepentida?”. La madre, entre lágrimas, dijo que sí y prometió cambiar su vida. Con el cura que la asistía a su lado, Laura pronunció sus últimas palabras: “Padre, mi mamá en este momento promete dejar a ese hombre. ¡Sea usted testigo de su promesa! […]. ¡Gracias, Jesús!, ¡Gracias, María!, ¡Adiós, Mamá!, ¡Ahora muero contenta!”.
Mercedes cumplió su palabra, confesándose y haciendo la Comunión para el funeral de su hija. Los habitantes de Junín de los Andes acudieron en masa al funeral, atraídos por la fama de santidad que ha rodeado a Laura desde entonces. Sus restos descansan hoy en la capilla de las Hijas de María Auxiliadora, en Bahía Bianca, y son destino de peregrinaciones. Muchas obras dedicadas a ella han surgido tanto dentro como fuera de Sudamérica.
Su misión, además, está destinada a continuar hasta el fin de los tiempos, para despertar la fe y recordar al mundo que las Sagradas Escrituras son la palabra del Dios vivo y, lejos de ser un “ideal” abstracto, deben ser vividas día a día. Como dijo Juan Pablo II en la espléndida homilía de beatificación de la chilena de 12 años, el 3 de septiembre de 1988, en el centenario de la muerte de San Juan Bosco: “Laura había entendido precisamente que lo que importa es la vida eterna y que todo lo que hay en el mundo y el mundo pasa inexorablemente”. Ella eligió el Paraíso: ¿y qué es la Pascua sino, exactamente, el regalo de esta elección?
Por Ermes Dovico – Brújula Cotidiana