Del Silencio y la Humildad
«El necio cuando ríe, levanta la voz», «…no hable hasta que le pregunten, ya que la Escritura enseña que hablando mucho no se evita el pecado, y que el hombre hablador no acertará el camino en la tierra».
HABLANDO MUCHO NO EVITARÁS EL PECADO…
De las Reglas de San Benito Abad.
Sobre el hábito del silencio
Hagamos lo que dice el profeta: Resolví observar todos mis pasos; para no pecar con mi lengua, puse un candado a mi boca; enmudecí, me humillé, y me abstuve de hablar aun de las cosas buenas. En estas palabras nos enseña el Profeta que si debemos algunas veces abstenernos de conversaciones santas por respeto al silencio, )con cuanta más razón deberemos poner entredicho a las malas por el temor del castigo que merece el pecado? Por esta razón, raras veces se debe conceder ni aun a los discípulos perfectos, por lo importante que es el silencio, licencia para hablar, aunque sea de cosas buenas, santas y de edificación; porque está escrito: Hablando mucho no evitarás el pecado. Y en otra parte La muerte y la vida están en poder de la lengua. Y porque hablar e instruir pertenece al maestro, oír y callar conviene al discípulo. Por tanto si hubiere que preguntar algo al prelado, hágase con el respeto, sumisión y humildad posible, cuidando no hablar más de lo necesario; pero las chanzas, palabras inútiles o que puedan mover a risa, las condenamos para siempre en todos los lugares, y no permitimos que religioso alguno se atreva a chistar en semejante asunto.
Sobre el hábito de la humildad
La divina Escritura, hermanos, nos grita: «Todo el que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado» (Lc 14,11; 18,14; Mt 23,12). Al decir esto nos muestra que toda exaltación de si mismo constituye una forma de soberbia, de la que indica el profeta que se guardaba, cuando dice «Señor mi corazón no se ha exaltado, ni mis ojos son altaneros; ni he caminado en medio de grandezas, ni de fantasías demasiado altas para mí» (sal 130, 1-2) )Pues qué? «Si mis pensamientos no eran humildes, sino que he exaltado mi alma, la tratarás como a un niño que arrancan del pecho de su madre».
Por tanto hermanos, si deseamos alcanzar la cumbre de la más alta humildad y queremos llegar velozmente a aquella exaltación celeste a la que se sube por la humildad de la vida presente, es preciso que levantemos por el movimiento ascendente de nuestros actos aquella escala que apareció en sueños a Jacob, por la que vio bajar y subir a los ángeles. Sin duda, a nuestro entender, no significa otra cosa ese bajar y subir sino que por la altivez se baja y por la humildad se sube. Aquella escala erigida es nuestra vida en este mundo, que el Señor levantará hasta el cielo cuando el corazón se haya humillado. (Gen 28,12) Los largueros de esta escala decimos que son nuestro cuerpo y nuestra alma, en las cuales la vocación divina ha dispuesto, para que los subamos, diversos peldaños de humildad y de observancia.
Así, pues, el primer grado de humildad consiste en mantener siempre ante los ojos el temor de Dios y evitar a toda costa echarlo en olvido (sal 35,2, cf. la 100,3); recordar siempre todo lo que Dios ha mandado y considerar constantemente en el espíritu como arden por sus pecados en el infierno los que depreciaron a Dios, y que la vida eterna está ya preparada para los que le temen. Y, evitando en todo momento los pecados y vicios, a saber, de los pensamientos, de la lengua, de las manos, de los pies, y de la voluntad propia, como también los deseos de la carne, piense el hombre que Dios le está mirando siempre, a todas horas, desde el cielo, y que en todo lugar sus acciones están presentes a la mirada de la divinidad, y los ángeles le dan cuenta de ellas a cada instante. (Sal 13,2).
Esto es lo que el profeta nos enseña cuando muestra que Dios siempre está presente a nuestros pensamientos, al decir: «Dios sondea los corazones y los riñones» (Sal 7,10); y también: «El Señor conoce los pensamientos de los hombres (sal 93, 11), y asimismo dice «De lejos conoces mis pensamientos» (Sal 138,3); y «El pensamiento del hombre se te hará manifiesto» Sal 75,11 . Así, pues, para vigilar sus pensamientos perversos, diga siempre el hermano fiel en su corazón: «Entonces seré puro en su presencia, si me guardo de mi iniquidad»(Sal 17, 24)
En cuanto a la propia voluntad, se nos prohíbe hacerla cuando nos dice la Escritura: «Apártate de tus deseos (Eclo 28,30). También pedimos a Dios en la oración que se haga en nosotros su Voluntad. Con razón pues, se nos enseña a no hacer nuestra voluntad, para que evitemos lo que dice la Sta. Escritura: «Hay caminos que parecen rectos a los hombres, el término de los cuales se hunde en lo profundo del infierno (Prov 16,25 cf. Prov 14,12; Mt 18,6): Y también cuando tememos lo que se ha dicho de los negligentes: «Se han corrompido y se ha hecho abominables en sus apetitos» (Sal 13,1).
Por lo que atañe a los deseos de la carne, creemos que Dios está siempre presente, ya que el profeta dice al Señor: «Todas mis ansias están en tu presencia» Sal 37,10). Por tanto, hay que guardarse del mal deseo, porque la muerte está apostada al umbral del deleite. De ahí que la Escritura ordene, diciendo: «No vayas tras tus concupiscencias» (Eclo 18,3=).
Luego, si los ojos del Señor observan a buenos y malos» (Prov 15,3), y «el Señor mira incesantemente desde el cielo a los hijos de los hombres para ver si hay alguno sensato y que busque a Dios» (Sal 13,2), y si los ángeles que se nos han asignado, siempre día y noche, anuncian al Señor las obras que hacemos, es preciso vigilar en todo momento, hermanos, como dice el profeta en el salmo, no sea que Dios nos vea en algún momento «inclinándonos al mal y convertidos en unos inútiles (Sal 13,3), y, perdonándonos en esta vida, porque es bueno y espera que nos convirtamos a una vida mejor, nos diga un día: «Esto hiciste y callé» (Sal 49,21; Eclo 2,3).
El segundo grado de humildad consiste en que uno, al no amar la propia voluntad, no se complace en satisfacer sus deseos, sino que responde con hechos a aquellas palabras del Señor, que dice: «No he venido para hacer mi voluntad, sino la del que me ha enviado» (Jn 6,38). También dice la Escritura:
«La voluntad conduce a la pena, y la obligación engendra la corona» .
El tercer grado de humildad consiste en someterse al superior con toda obediencia por amor de Dios, imitando al Señor, de quien dice el Apóstol: «Se hizo obediente hasta la muerte» (Fil 2,8)
El cuarto grado de humildad consiste en que, en la práctica de la obediencia, en dificultades y en contradicciones, e incluso en cualquier clase de injusticia a que uno se vea sometido, sin decir nada, se abrace con la paciencia en su interior, y, manteniéndose firme, no se canse ni se eche atrás, ya que dice la Escritura: «quien persevere hasta el fin se salvará (Sal 26,14); y también. «Ten coraje y aguanta al Señor» (Sal 43, 22 Rom 8,36). Y mostrando cómo el que desea ser fiel debe soportarlo todo por el Señor, incluso las adversidades, dice en la persona de los que sufren: «Por ti se nos entrega a la muerte todo el día, nos tienen por ovejas de matanza» (Rom 8,37). Y seguros con la recompensa divina, prosiguen alegres: «Pero todo esto lo superamos gracias al que nos amó » (Sal 65, 10‑11), en otra parte dice también la Escritura: «Oh, Dios, nos pusiste a prueba, nos refinaste en el fuego como refinan la plata, nos empujaste a la trampa, nos echaste a cuestas la tribulación» (Sal 65, 12a). Y para indicar que debemos estar bajo un superior, añade a renglón seguido: «Has puesto hombres sobre nuestras cabezas» (Mt 5, 39‑41; Lc 6,29). Y cumpliendo asimismo el precepto del Señor con la paciencia en las adversidades y en las injusticias, si les golpean en una mejilla, presentan también la otra; al que les quita la túnica, le dejan también la capa; requeridos para andar una milla, andan dos, y bendicen a los que les maldicen.
El quinto grado de humildad consiste en no esconder, sino manifestar humildemente a su abad todos los malos pensamientos que vienen al corazón de uno y las faltas cometidas secretamente. La Escritura nos exhorta a ello cuando dice: «Revela al Señor tu camino y espera en El (Sal 105,1; 117,1). Y también dice «Confesaos al Señor, porque es bueno, porque es eterna su misericordia» Y también dice el profeta «Te manifesté mi delito y no oculté mis iniquidades.(Sal 31,5. Dije: Confesaré contra mi mismo al Señor mi iniquidad, y tu perdonaste la malicia de mi corazón».
El sexto grado de humildad consiste en que el monje se contente con las cosas más viles y abyectas, y se considere como obrero inepto e indigno para cuanto se le mande, diciéndose a si mismo con el profeta: «He quedado reducido a la nada y no sé nada; me he convertido en una especie de jumento en tu presencia, pero siempre estoy contigo»(Lc 17,10)
El séptimo grado de humildad (Sal 72,22‑23) consiste en que uno no sólo con la lengua diga que es el último y el más vil de todos, sino que lo crea también en el fondo del corazón, (sal21,7) humillándose y diciendo con el profeta. «yo soy un gusano y no un hombre, el oprobio de los hombres y desprecio del pueblo. (sal 87,16) «me he ensalzado y por eso me veo humillado Y Abatido» (Prov 10,19) Y también: «Es un bien para mi que me hayas humillado, para que aprenda tus mandamientos».
El octavo grado de humildad consiste en que el monje no haga nada más que aquello a que le animan la regla común del monasterio y el ejemplo de los mayores.
El noveno grado de humildad consiste en que el monje impida a su lengua que hable y, guardando la taciturnidad, no hable hasta que le pregunten, ya que la Escritura enseña que hablando mucho no se evita el pecado, y que el hombre hablador no acertará el camino en la tierra (Sal 139,12; Eclo)
El décimo grado de humildad consiste no reír fácil y prontamente, porque está escrito: «El necio cuando ríe, levanta la voz»
El undécimo grado de humildad consiste en que el monje, cuando habla, hable con suavidad y sin reír, humildemente, con gravedad, breve y juiciosamente, y sin levantar la voz, tal como está escrito:»El necio cuando ríe, levanta la voz»
El duodécimo grado de humildad consiste en que el monje no solo posea la humildad en el corazón, sino que también la manifieste siempre en el cuerpo a los que le vean; esto es, que en el oficio divino, en el oratorio, en el monasterio, en la huerta, yendo de viaje, en el campo, y en todas partes, sentado, andando o de pie, esté siempre con la cabeza baja, los ojos fijos en el suelo. Creyéndose en todo momento reo de sus pecados, considere que comparece ya ante el tremendo juicio, diciéndose sin cesar en su corazón lo que, con los ojos fijos en el suelo dijo aquel publicano del Evangelio: «Señor, no soy digno, yo pecador, de levantar mis ojos al cielo» Y también con el profeta «Estoy totalmente abatido y humillado».
Cuando el monje haya subido todos estos peldaños de humildad, llegará enseguida a aquel grado de amor de Dios que, por ser perfecto, echa a fuera el temor, gracias a él, todo lo que observaba antes no sin temor, empezará a cumplirlo sin ningún esfuerzo, como instintivamente, por costumbre, no ya por temor al infierno, sino por amor a Cristo, por la costumbre del bien y por el gusto de las virtudes. El Señor se dignará manifestarlo por el Espíritu Santo en su obrero, limpio de vicios y pecados.
REGLA DE S. BENITO ABAD