EA, PUES, SEÑORA, ABOGADA NUESTRA
María, dice san Buenaventura, tiene ante su Hijo el privilegio de ser sumamente poderosa para conseguir lo que desea.
San Alfonso María de Ligorio
Por eso decimos que María en el cielo, aunque no puede mandar al Hijo, sin embargo sus plegarias serán plegarias de madre, y por eso poderosísimas para obtener cuanto pida. María, dice san Buenaventura, tiene ante su Hijo el privilegio de ser sumamente poderosa para conseguir lo que desea. ¿Y por qué? Precisamente por lo que venimos diciendo y consideraremos más despacio: Porque las plegarias de María son plegarias de madre. Y por esa razón, dice san Pedro Damiano, la Virgen puede cuanto quiere, así en el cielo como en la tierra, pudiendo infundir esperanza de salvarse aun a los desesperados.
María es una abogada que tiene poder para salvar a todos
Es tan grande la autoridad de las madres sobre los hijos, que aunque éstos sean reyes y tengan poder absoluto sobre todas las personas de su reino, nunca las madres serán súbditas de sus hijos.
Es verdad que Jesús, ya en el cielo, sentado a la diestra del Padre, o sea, como explica santo Tomás, aun en cuanto hombre, por razón de la unión hipostática con la persona del Verbo, tiene dominio supremo también sobre María. Sin embargo, siempre será verdad que en un tiempo, mientras vivió en la tierra nuestro Redentor, quiso someterse a ser súbdito de María, como lo asegura san Lucas: «Y les estaba sujeto» (Lc 2,51). San Ambrosio llega a decir que Jesucristo, habiendo decretado que María fuera su Madre, como Hijo estaba obligado a obedecerla. Por eso, dice Ricardo de San Lorenzo, que de los demás santos se dice que obedecen a Dios, pero que sólo de María puede decirse que no sólo está sometida a la voluntad de Dios, sino que también Dios se ha sometido a su voluntad. Y cuando de las demás vírgenes se dice que siguen al cordero a donde quiera que va (Ap 14,4), de la Virgen María se puede decir que el cordero la seguía en la tierra acogido a su tutela maternal.
Por eso decimos que María en el cielo, aunque no puede mandar al Hijo, sin embargo sus plegarias serán plegarias de madre, y por eso poderosísimas para obtener cuanto pida. María, dice san Buenaventura, tiene ante su Hijo el privilegio de ser sumamente poderosa para conseguir lo que desea. ¿Y por qué? Precisamente por lo que venimos diciendo y consideraremos más despacio: Porque las plegarias de María son plegarias de madre. Y por esa razón, dice san Pedro Damiano, la Virgen puede cuanto quiere, así en el cielo como en la tierra, pudiendo infundir esperanza de salvarse aun a los desesperados. Por lo cual le dice: «A ti se te ha otorgado todo poder en el cielo y en la tierra; y nada es imposible para ti, que aun a los desesperados puedes levantar a esperar la salvación». Y añade después que cuando la Madre pide a Jesucristo, llamado altar de la misericordia donde los pecadores obtienen el perdón de Dios, el Hijo tiene tanta estima de las plegarias de María y tiene tanto deseo de complacerla, que en rogando ella, más parece mandar que rogar y parece más señora que esclava. «Te acercas al altar de la humana reconciliación no sólo rogando, sino mandando, como señora más que como esclava, pues tu Hijo te honra no negándote nada». Así quiere honrar Jesús a su querida Madre, que tanto lo ha honrado durante su vida, al otorgarle al instante cuanto le pide o desea. Es lo que hermosamente declara san Germán diciendo a la Virgen: «Tú eres la Madre de Dios, omnipotente para salvar a los pecadores, y no tienes necesidad de otra recomendación ante Dios porque eres la Madre de la verdadera vida».
«Cuando manda la Virgen todos obedecen, hasta el mismo Dios». No tiene reparo en afirmar esto san Bernardino de Siena, queriendo decir con esta sentencia que ante las órdenes de María todos obedecen, incluso Dios. Queriendo decir en verdad que Dios escucha sus plegarias como si fueran órdenes. Por eso san Anselmo, hablando con María, le dice así: «El Señor, oh Virgen Santa, te ha elevado de manera que por puro don de él tú puedes obtener todas las gracias posibles para tus devotos, ya que tu protección es omnipotente». «Tu auxilio es todopoderoso, oh María», le dice Cosme de Jerusalén. «Sí, María es omnipotente -dice a su vez Ricardo de San Lorenzo-, porque toda reina, según las leyes, goza de los mismos privilegios que el rey; por lo cual, siendo la misma potestad la del hijo y la de la madre, ha sido hecha omnipotente la Madre por el Hijo que es omnipotente». De modo que, al decir de san Antonino, Dios ha puesto la Iglesia entera no sólo bajo la protección de María, sino bajo su dominio.
Debiendo tener la madre la misma potestad del hijo, con razón porque es omnipotente Jesús, resulta que también es omnipotente María; pero dejando bien claro que Jesucristo es omnipotente por naturaleza y María lo es por gracia. Y así sucede que cuando le pide la Madre, nada le niega el Hijo. Así se le reveló a santa Brígida, quien oyó a Jesús que hablando con María le decía: «Pídeme lo que quieras, que tu petición no puede quedar vacía». Madre mía, ya sabes cuánto te amo, por lo cual pídeme lo que desees, que sea cual sea tu demanda, la he de escuchar favorablemente. Y dio esta preciosa razón: «Ya que nada me negaste en la tierra, yo nada te negaré en el cielo». Como si dijera: Madre, cuando estabas en la tierra nada dejaste de hacer por amor mío; ahora que estoy en el cielo es razón que no deje de realizar nada de lo que tú me pides. María se llama omnipotente del modo en que esto puede decirse de una criatura que no es capaz de un atributo divino. Así, ella es omnipotente porque con sus plegarias obtiene cuanto quiere.
Con razón es nuestra gran abogada. Le dice san Bernardo: «Basta que lo quieras y todo se hará». Lo mismo san Anselmo: Si tú quieres levantar al pecador más perdido a muy alta santidad, en tu mano está el hacerlo. San Alberto Magno hace hablar a María de esta manera: «Hay que pedirme que yo quiera, porque si quiero es necesario que se cumpla». Por lo cual, considerando san Pedro Damiano este gran poder de María y pidiéndole que tenga piedad de nosotros, le dice así: «Muévate tu natural bondad, muévate tu poder, porque cuanto más poderosa eres, tanto más misericordiosa serás». Oh María, amada abogada nuestra, ya que tienes un corazón tan piadoso que no sabe mirar a los míseros sin compadecerse de ellos, y a la vez tienes ante Dios un poder tan grande como para salvar a todos los que tú defiendes, no te desdeñes de tomar a tu cargo la causa de nosotros miserables, que en ti ponemos toda nuestra esperanza. Si no te conmovieran nuestras plegarias, que te mueva tu compasivo corazón, que te mueva tu inmenso poder, ya que Dios te ha enriquecido con tanta potencia a fin de que cuanto más rica seas para poder ayudar, seas tanto más misericordiosa para querer ayudar. Y todo esto bien nos lo asegura san Bernardo al decir que María es inmensamente rica tanto en poder como en misericordia; y como es poderosísima su caridad, de igual manera es piadosísima al compadecerse como lo demuestra a cada paso con sus obras.
Desde que vivía en la tierra su único pensamiento, después del de la gloria de Dios, era ayudar a los miserables; y bien sabemos que gozaba del privilegio de ser oída en todo lo que pedía. Esto se demostró en las bodas de Caná, cuando al faltar el vino la Virgen, compadecida de la vergüenza y aflicción de los de la casa, pidió al Hijo que los consolase con un milagro exponiéndole la necesidad que tenían, diciéndole: «No tienen vino». Y Jesús le respondió: «Mujer, ¿qué nos importa a mí y a ti? Aún no ha llegado mi hora» (Jn 2,4). Advierte que aunque pareciera que el Señor le negaba la gracia a la Madre al decirle: «¿Qué nos importa a mí y a ti que les falte el vino? Ahora no conviene hacer un milagro no habiendo llegado aún el tiempo, que será el de mi predicación en el que debo confirmar con los milagros todas mis enseñanzas», sin embargo María, como si el Hijo le hubiera concedido ya la gracia, dijo a los criados: «Haced lo que él os diga». Y Jesús mandó llenar las vasijas de agua, que transformó en excelente vino. ¿Y cómo entender esto? Si el tiempo de hacer milagros era el de la predicación, ¿cómo podía anticiparse el milagro del vino contra el decreto divino? No, responde san Agustín, no se hizo nada en contra de los decretos divinos; porque si bien, generalmente hablando, no era aún el tiempo de hacer milagros, sin embargo, desde toda la eternidad, Dios había establecido con otro decreto general que todo lo que pidiera esta Madre jamás se le negase. Y por eso, María, muy consciente de su privilegio, aunque aparentemente su Hijo no pusiera mucha atención a su demanda, les dijo a los criados que hicieran lo que él dijera, pues la gracia se iba a conceder. Esto quiso decir san Juan Crisóstomo al comentar ese pasaje del Evangelio de san Juan, diciendo que aunque Jesús hubiera respondido así, no obstante, por el honor de su Madre, no dejó de obedecer a su petición: «Y aunque respondió de esa manera, escuchó no obstante los ruegos maternos». Lo mismo confirma santo Tomás al decir que con aquellas palabras, «aún no ha llegado mi hora», quiere demostrar Jesucristo que hubiera diferido el milagro si otro se lo hubiera pedido; pero porque se lo pidió la Madre, lo realizó al instante. Lo mismo vienen a decir san Cirilo y san Jerónimo, como refiere Barradas. Parecido dijo Jansenio de Gante: «Para honrar a la Madre adelantó el tiempo de hacer milagros».
Es cierto, en suma, que no hay criatura que pueda obtenernos tales misericordias a nosotros miserables como las que puede lograrnos esta excelente abogada, la cual es honrada por Dios no sólo con ser la amada esclava del Señor, sino siendo su verdadera Madre. Esto le dice Guillermo de París: «Ninguna criatura puede impetrar de tu Hijo tantas y tales gracias para los miserables como tú les consigues; con lo cual se ve que quiere honrarte, no como a esclava, sino como a su verdadera Madre». Basta que hable María y todo lo realiza el Hijo. Hablando el Señor a la esposa de los Sagrados cantares, que representa a María, le dice: «Oh tú la que habitas en los huertos, los amigos te están escuchando; hazme, pues, oír tu voz» (Ct 8,13). Los amigos son los santos, quienes cuando piden alguna gracia en favor de sus devotos esperan que su Reina la pida a Dios y la consiga, porque, como queda dicho en el capítulo 5, ninguna gracia otorga Dios sin la intercesión de María. ¿Y cómo ruega María? Basta con hacerle oír a su Hijo su voz: «Haz que oiga tu voz». Basta que hable para que al punto el Hijo, con amor, la escuche. Guillermo explica en este sentido ese pasaje, presentando al Hijo que habla con María, y le dice: «Tú que habitas en los huertos celestiales, intercede con toda confianza por los que quieras, pues no puedo olvidarme de que soy tu Hijo y como a Madre nada te puedo negar. Basta que oiga tu voz, porque oírte tu Hijo es lo mismo que otorgarte lo que quieras». Dice el abad Godofredo que aunque María consiga la gracia rogando, sin embargo, ella ruega con imperio de Madre. Por eso tenemos que estar plenamente seguros de que ella nos obtiene cuanto desea y cuanto por nosotros pide.
Refiere Valerio Máximo que sitiando Coriolano la ciudad de Roma no bastaron a hacerle desistir todos los ruegos de sus conciudadanos y de sus amigos; pero cuando compareció a rogarle su propia madre, Veturia, ya no pudo resistir a sus ruegos y levantó el sitio. Más poderosa, sin comparación, que las de Veturia son las plegarias de María ante Jesús; y tanto más cuanto que este Hijo es infinitamente agradecido y es supremo su amor a esta su Madre amantísima. Escribe el P. Miechow: «Un solo suspiro de María es más poderoso que todos los sufragios de los santos». Esto lo declaró a santo Domingo el demonio por boca de un poseso cuando el santo lo exorcizaba, conforme refiere el P. Paciuchelli, diciendo que vale más ante Dios un suspiro de María que las súplicas de todos los santos juntos.
Dice san Antonino que las plegarias de la santísima Virgen, siendo plegarias de madre, tienen como cierta especie de imperio, por lo que es imposible que no sea oída cuando ruega. Por eso le habla así san Germán, animando a los pecadores a que se encomienden a esta abogada: «Teniendo, oh María, autoridad de Madre de Dios, obtienes el perdón a los más grandes pecadores, pues el Señor, que siempre te reconoce por su verdadera Madre, no puede dejar de conceder cuanto le pidas». Santa Brígida oyó que los santos en el cielo decían a la Virgen: «¿Qué hay que tú no puedas? Lo que tú quieres, eso se hará». Es lo que se dice en esta célebre sentencia: «Lo que Dios con su poder, tú lo puedes, oh Virgen, con tus ruegos». Pues qué, dice san Agustín, ¿no es digno de la benignidad del Señor custodiar de este modo la dignidad de su Madre, siendo así que él declaró haber venido a la tierra no a abolir, sino a cumplir la ley; ley que manda, entre otras cosas, honrar a los padres?
San Jorge, arzobispo de Nicomedia, dice también que Jesucristo, para satisfacer de algún modo la deuda que tiene con esta Madre por haberle dado su consentimiento para que se hiciera hombre, lleva a cumplimiento todas sus peticiones. Por eso exclama el mártir san Metodio: «Alégrate, alégrate la que tienes por deudor al Hijo que a todos da y nada recibe de nadie, pero de ti ha querido hacerse deudor tomando tu carne y haciéndose hombre gracias a ti». Dice san Agustín: «Habiendo merecido María dar de su carne al Hijo de Dios y preparar con ella el precio de la redención para que fuéramos librados de la muerte eterna, por eso es más poderosa que todos para ayudarnos a conseguir la salvación eterna». San Teófilo, obispo de Alejandría, que vivió en tiempo de san Jerónimo, dejó escrito: «Al Hijo le agrada que le ruegue su Madre, porque quiere concederle todo lo que ella le pida y recompensarle de este modo el favor que le hizo de haberle dado su carne». Así es que san Juan Damasceno, dirigiéndose a la Virgen, le ruega de esta manera: «Tú, oh María, siendo Madre de Dios, puedes salvar a todos con tus plegarias, que están avaladas con tu autoridad de Madre. Puedes salvar a todos como Madre del Dios altísimo con preces que están dotadas de autoridad de Madre».
Concluyamos con san Buenaventura, quien considerando el inmenso beneficio que nos ha dado el Señor al darnos a María por abogada, le dice así: «Oh ciertamente inmensa y admirable bondad de nuestro Dios, que nos ha concedido que tú, Reina del cielo y Madre suya, fueras nuestra abogada para que puedas con tu potente intercesión obtenernos cuanto de bueno desees».
Y prosigue diciendo el mismo santo: «Qué gran piedad de nuestro Señor, quien para que no huyéramos asustados por la sentencia que él puede lanzar contra nosotros nos ha puesto por abogada y defensora a su misma Madre, que es la Madre de la gracia».
Las Glorias de María, Capítulo 6, San Alfonso María de Ligorio