El cielo
«Creo en la vida eterna…»
En Cristo brilla la esperanza de nuestra feliz resurrección;
y así, aunque la certeza de morir nos entristece,
nos consuela la promesa de la futura inmortalidad.
Porque la vida de los que en Ti creemos, Señor,
no termina, se transforma;
y al deshacerse nuestra morada terrenal,
adquirimos una mansión eterna en el cielo
Prefacio de Difuntos.
El más allá desde aquí mismo.
En el Credo afirmamos que creemos en la “resurrección de los muertos y la vida eterna”. Es, además, lo último que afirmamos tener por cierto y verdadero y es uno de los pilares de nuestra fe.
Sin embargo, antes de tal momento (el de resucitar) hay mucho camino por recorrer. Nuestra vida eterna depende de lo que haya sido la que llevamos aquí, en este valle de lágrimas.
Lo escatológico, aquello que nos muestra lo que ha de venir después de esta vida terrena no es, digamos, algo que tenga que ver, exclusivamente, con el más allá sino que tiene sus raíces en el ahora mismo que estamos viviendo. Por eso existe, por así decirlo, una escatología de andar por casa que es lo mismo que decir que lo que ha de venir tiene mucho que ver con lo que ya es y lo que será en un futuro inmediato o más lejano.
Por otra parte, tiene mucho que ver con el tema objeto de este texto aquello que se deriva de lo propiamente escatológico pues en las Sagradas Escrituras encontramos referencias más que numerosas de estos cruciales temas espirituales. Por ejemplo, en el Eclesiástico (7, 36) se dice en concreto lo siguiente: “Acuérdate de tus novísimos y no pecarás jamás». Y aunque en otras versiones se recoge esto otro: “Acuérdate de tu fin” todo apunta hacia lo mismo: no podemos hacer como si no existiera algo más allá de esta vida y, por lo tanto, tenemos que proceder de la forma que mejor, aunque esto sea egoísta decirlo, nos convenga y que no es otra que cumpliendo la voluntad de Dios.
En el salmo 49 encontramos el tema de la resurrección cuando escribe el salmista (49, 16) que:
“Pero Dios rescata mi vida,
me saca de las garras de la muere, y me toma consigo”.
En realidad, como dice José Bortolini (en Conocer y rezar los Salmos, San Pablo, 2002) “Aquello que el hombre no puede conseguir con dinero (rescatar la propia vida de la muerte), Dios lo concede gratuitamente a los que no son ‘hombres satisfechos’” que sería lo mismo que decir que a los que se saben poco ante Dios y muestran un ser de naturaleza y realidad humilde.
Todo, pues, está más que escrito y, por eso, se trata de una Escatología de andar por casa pues lo del porvenir, lo que ha de venir tras la muerte, lo construimos aquí mismo, en esta vida y en este valle de lágrimas.
“Entonces dirá el rey a los que están a su derecha: Venid, benditos de mi Padre: tomad posesión del reino preparado para vosotros desde la creación del mundo”.
Este texto, del Evangelio de San Mateo (25, 34) hace explícita una verdad de fe que tiene mucho que ver con el anhelo del ser humano: ir al Cielo, al definitivo Reino de Dios.
El caso es que el Cielo se puede alcanzar, básicamente, de dos maneras:
1ª. Al morir sin nada que expiar.
2ª. Tras la correspondiente purificación en el Purgatorio.
En realidad, podríamos añadir aquella que se refiere al momento mismo de llegada del Último día (Parusía de Cristo) y no se tenga nada que expiar. Pero, en general, las dos maneras dichas aquí pueden ser tenidas como elementales.
En cuanto al citado “anhelo” que toda criatura de Dios, semejanza suya, tiene por alcanzar la bienaventuranza digamos que consiste, en esencia, en contemplar cara a cara a Dios. Por eso San Juan (17,3) nos dice que
“La vida eterna consiste en conocerte a ti, solo Dios verdadero”.
El Cielo, pues, contiene, en sí mismo, el destimo de todo aquel que se considera hijo de Dios y quiere, cuando eso llegue según la voluntad del Padre, tener la Visión beatífica (de la que luego hablaremos). Por eso el P. Royo Marín (Op. cit., p. 473) nos dice que
“Ninguna otra consideración debería ser más familiar al verdadero cristiano que la del cielo, ninguna otra tan estimulante y alentadora para seguir impertérrito el camino de la virtud a despecho de todas las dificultades”.
Así, al contrario de lo que dejamos dicho en el capítulo relativo al Infierno acerca del “miedo” que ha de causar en nosotros semejante destino fatal, la sola mención del Cielo debe provocar en nosotros un gozo que nos mueva a un buen hacer, a un mejor pensar y, en definitiva, a un ser propio de un discípulo de Jesucristo que sabe que lo es y que se reconoce en el corazón de un tan gran Hermano.
Y es que, como tantas veces hemos dicho aquí, Jesús nos asegura que (Jn 14, 2) “En la casa de mi Padre hay muchas mansiones” y, por tanto, una de ellas queremos sea para nosotros. El Cielo, así, se constanta como posibilidad mostrada en las Sagradas Escrituras.
Digamos, de todas formas, que el Cielo, como Vida eterna, es un gozo propio del estadio de vida espiritual que acaece tras la muerte (primero como intermedio antes de la Resurrección de la carne y luego como situación definitiva tras la misma) también puede gozarse en estas vida terrena. Por eso, el P. Cándido Pozo (Op. cit., p. 168) deja escrito que:
“La vida eterna en el estadio escatológico es desarrollo de esta situación: el punto de partida sigue siendo Dios presente que se nos da para ser poseído: la fe se convierte en visión; el deseo (la esperanza), en gozo del Bien ya poseído; mientras que el amor permanece, intensificándose, en cuanto que corresponde al mayor conocimiento (visión en lugar de fe) que el bienaventurado tiene del Bien supremo, que es Dios”.
- Existencia del Cielo.
Por cuestión de fe, cuando a un católico se le pregunta por la existencia del cielo debe responder de forma afirmativa. En realidad, la misma “constituye la bienaventuranza” (P. Royo Marín, Op. c., p. 479) y nada se entendería sin la concurrencia de esta verdad de fe en el corazón del creyente que así se considera, Además, llamamos “vida eterna” a tal situación de realidades espirituales siendo el fin buscado, precisamente, gozar de tal Cielo y de tal vida.
Si acudimos, por ejemplo, a la Sagrada Escritura son muchas las referencias que se nos hacen acerca de la existencia del Cielo. Así, por ejemplo, las siguientes:
“Padre nuestro que estás en los cielos… (Mt. 6, 9).
No despreciéis a uno de estos pequeños, porque en verdad os digo que sus ángeles ven de continuo en el cielo la faz de mi Padre que están en los cielos (Mt. 18, 10).
E irán los justos a un vida eterna (Mt. 25, 46).
Hoy estarás conmigo en el paraíso (Lc. 23, 43).
Yo soy el pan vivo bajado del cielo (In. 6, 51).
Pues sabemos que, si la tienda de nuestra mansión terrena se deshace, tenemos de Dios una sólida casa, no hecha por mano de hombres, eterna en los cielos (2 Cor. 5, 1).”
Sabemos, por cierto, que la Iglesia católica define como dogma de fe la existencia y, además, la eternidad (de la que luego hablaremos) del Cielo. Esto se recoge, por ejemplo, en el Concilio II de Lyón:
“Las almas que, después de recibido el sacro bautismo, no incurrieron en mancha alguna de pecado, y también aquellas que, después de contraída, se han purificado mientras permanecían en sus cuerpos o después de desprenderse de ellos, son recibidas inmediatamente en el cielo”.
O, también, el número 1023 del Catecismo de la Iglesia católica al referirse a Benedicto XII (Benedictus Deus) del que se hace eco Lumen Gentium, 49:
“Definimos con la autoridad apostólica: que, según la disposición general de Dios, las almas de todos los santos […] y de todos los demás fieles muertos después de recibir el Bautismo de Cristo en los que no había nada que purificar cuando murieron […]; o en caso de que tuvieran o tengan algo que purificar, una vez que estén purificadas después de la muerte […] aun antes de la reasunción de sus cuerpos y del juicio final, después de la Ascensión al cielo del Salvador, Jesucristo Nuestro Señor, estuvieron, están y estarán en el cielo, en el Reino de los cielos y paraíso celestial con Cristo, admitidos en la compañía de los ángeles. Y después de la muerte y pasión de nuestro Señor Jesucristo vieron y ven la divina esencia con una visión intuitiva y cara a cara, sin mediación de ninguna criatura”.
Y si acudimos a prestigiosos cristianos:
Sto Tomás de Aquino:
“Cielo es el bien perfecto que sacia plenamente”.
Boecio:
“La reunión de todos los bienes en estado perfecto y acabado”.
Por otra parte, hemos dicho arriba que cielo y vida eterna pueden ser conceptos equiparables pues el primero supone la segunda y la eternidad de la vida equivale a estar en el Cielo en antagónica realidad a estar en el Infierno o muerte eterna.
Pues bien, ya hemos apuntado en otro lugar (y es la base de todo esto) que la realidad escatológica no es algo que se reserve al “cómo” después de la muerte sino que, precisamente, empieza en la vida de la que ahora gozamos por donación de Dios. Y a este respecto, el P. Cándido Pozo, SI, en su obra ya citada “Teología del más allá” (p. 140) concreta lo que esto supone en la doctrina de San Juan. Se recoge en 1 Jn 5, 11s y se concreta en
“’Y éste es el testimonio: que Dios nos dio vida eterna, y esta vida está en su Hijo. Quien tiene al Hijo, tiene la vida; quien no tiene al Hijo, no tiene la vida. Estas cosas os escribí para que sepáis que tenéis vida eterna, a vosotros, los que creéis en el nombre del Hijo de Dios’.
En resumen:
a) La vida eterna procede de Dios (v.n).
b) La vida está en el Hijo (v.n).
c) Aceptar o rechazar al Hijo implica tener o no tener
vida eterna (v.12).
d) La aceptación se hace por la fe (v.13).
Vemos, por tanto, que el Cielo también puede vivirse en la tierra y, es más, que debe vivirse, pues (P. Pozo, Op. c., p. 141) “San Juan concibe la vida eterna en cuanto ya presente y poseída en la vida terrestre como semilla”.
Es más, el propio San Juan, en su Apocalipsis (21, 2-3 (1); 22.1-5 (2); 4, 2-5 (3); 4, 10-11 y 7, 9-10. 12-17 (5)) atestigua la existencia del cielo:
“Y vi la Ciudad Santa, la nueva Jerusalén, que bajaba del cielo, de junto a Dios, engalanada como una novia ataviada para su esposo. Y oí una fuerte voz que decía desde el trono: ‘Esta es la morada de Dios con los hombres. Pondrá = su morada entre ellos y ellos serán = su = pueblo = y él = Dios – con – ellos, = será su Dios. (1) Luego me mostró el río de agua de Vida, brillante como el cristal, que brotaba del trono de Dios y del Cordero. En medio de la plaza, = a una y otra margen del río, hay árboles de Vida, que dan fruto doce veces, una vez cada mes; y sus hojas sirven de medicina para los gentiles. = = Y no habrá ya maldición alguna; = el trono de Dios y del Cordero estará en la ciudad y los siervos de Dios le darán culto. Verán su rostro y llevarán su nombre en la frente. Noche ya no habrá; no tienen necesidad de luz de lámpara ni de luz del sol, porque el Señor Dios los alumbrará y reinarán por los siglos de los siglos.’ (2) Al instante caí en éxtasis. Vi que un trono estaba erigido en el cielo, y = Uno sentado en el trono. = El que estaba sentado era de aspecto semejante al jaspe y a la cornalina; y un arcoiris alrededor del trono, de aspecto semejante a la esmeralda. Vi veinticuatro tronos alrededor del trono, y sentados en los tronos, a veinticuatro Ancianos con vestiduras blancas y coronas de oro sobre sus cabezas. Del trono salen relámpagos y fragor y truenos; delante del trono arden siete antorchas de fuego, que son los siete Espíritus de Dios. (3) Los veinticuatro Ancianos se postran ante el que está sentado en el trono y adoran al que = vive por los siglos de los siglos, = y arrojan sus coronas delante del trono diciendo: ‘Eres digno, Señor y Dios nuestro, de recibir la gloria, el honor y el poder, porque tú has creado el universo; por tu voluntad, no existía y fue creado.’ (4) Después miré y había una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas, de pie delante del trono y el Cordero, vestidos con vestiduras blancas y con palmas en sus manos. Y gritan con fuerte voz: ‘La salvación es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero.’ diciendo: ‘Amén. Alabanza, gloria, sabiduría, acción de gracias, honor, poder y fuerza, a nuestro Dios por los siglos de los siglos. Amén.’ Uno de los Ancianos tomó la palabra y me dijo: ‘Esos que están vestidos con vestiduras blancas ¿quiénes son y de dónde han venido?’ Yo le respondí: ‘Señor mío, tú lo sabrás.’ Me respondió: ‘Esos son los que vienen de la gran tribulación; han lavado sus vestiduras y las han blanqueado con la sangre del Cordero. Por esto están delante del trono de Dios, dándole culto día y noche en su Santuario; y el que está sentado en el trono extenderá su tienda sobre ellos. = Ya no tendrán hambre ni sed; ya nos les molestará el sol ni bochorno alguno. = Porque el Cordero que está en medio del trono = los apacentará y los guiará a los manantiales de las aguas = de la vida. Y Dios = enjugará toda lágrima de sus ojos.’ =” (5)
Sabemos, pues, que el Cielo existe aunque, como dice San Pablo en la Primera Epístola a los de Corinto (2, 9)
“Ningún ojo vio, ni oído oyó, ni ha concebido jamás el corazón humano la felicidad que Dios tiene preparada para los que le aman”.
- Lugar del Cielo.
En realidad, es más que cierto que, aunque sepamos que el Cielo existe (según lo aquí apenas dicho) no sabemos el lugar exacto donde está. Es más, ni siquiera sabemos si es un lugar. El caso es que es un misterio más que impresionante y nuestra capacidad de entendimiento de este tipo de realidades, digamos, no da más de sí.
El P. Royo Marín (Op. c., pp 479-480) escribe cosas muy interesantes al respecto del “lugar” (de existir tal lugar y no ser un estado espiritual) del Cielo. Y dice esto que sigue (copiamos todo el texto por presentar el tema de forma completa):
“¿Es el cielo un lugar? Y si lo es, ¿Se sabe dónde está situado?
Ninguna de las dos preguntas puede contestarse con certeza en este mundo. La divina revelación nada dice, y la Iglesia nada ha declarado oficialmente. Es cierto que el Evangelista San Juan hace en el Apocalipsis una descripción fantástica de la ‘nueva Jerusalén’ (c. 21-22), que constituirá la ciudad de los bienaventurados; pero hay que tener en cuenta que en ningún otro libro de la Sagrada Escritura hay tantas alegorías, simbolismos e imágenes como en el Apocalipsis. Es imposible determinar en aquellas sublimes descripciones qué es lo que corresponde a la realidad y qué es lo que no pasa de mera figura y simbolismo.
La razón teológica tampoco puede precisar gran cosa por su cuenta. Es evidente que antes de la resurrección del cuerpo puede concebirse perfectamente el cielo como un estado del alma en el que ha encontrado su plena perfección y felicidad, sin que sea preciso recurrir a un lugar determinado. Y aun después de la resurrección de la carne no es absolutamente necesario que el cielo sea un lugar concreto y determinado. Porque, aunque es cierto que el cuerpo, por muy espiritualizado que esté, continuará siendo material y extenso y tendrá que ocupar, por consiguiente, un determinado lugar, no se sigue de aquí que el cielo sea necesariamente un lugar concreto y común a todos los bienaventurados. En absoluto, cada bienaventurado podría tener su ‘lugar’ y su ‘cielo’ particular, ya que, como veremos más abajo, lo esencial del cielo es la visión beatífica, y ésta puede realizarse en cualquier parte donde Dios quiera manifestarse a través del lumen gloriae. Cada uno de los bienaventurados podría ver a Dios en un lugar distinto del de los demás, habitando, v. gr. cada uno en una estrella del firmamento. Ni esto establecería ninguna separación o aislamiento entre los bienaventurados, ya que todos estarían enlazados en una misma bienaventuranza y todos se verían perfectamente reflejados en la divina esencia como en un clarísimo y resplandeciente espejo. Y podrían hablarse y visitarse entre sí con grandísima felicidad, teniendo como tienen a su disposición el don de agilidad, en virtud del cual pueden trasladarse con la velocidad del pensamiento, a distancias remotísimas. Ni en estos viajes y traslaciones rapidísimas perderían un solo momento de vista la visión de la divina esencia -que constituye la gloria principal de los bienaventurados-, ya que Dios está absolutamente en todas partes y en todas ellas puede dejarse ver. El cielo va siempre en pos de los bienaventurados; o, mejor dicho, los bienaventurados están sumertidos en el cielo como en un inmenso océano, tan grande y vasto como la creación entera, y nunca pueden salir de él aunque se muevan en todas direcciones a distancias inmensamente remotas.
En definitiva: que nada se puede afirmar con certeza sobre si el cielo es un lugar y dónde está situado en caso de que lo sea”.
- La Visión beatífica.
“Ningún ojo vio, ni oído oyó, ni ha concebido jamás el corazón humano la felicidad que Dios tiene preparada para los que le aman”.
Repetimos aquí el texto llevado arriba y dejado escrito por el apóstol de los gentiles. Lo hacemos porque, en efecto, lo que dice el mismo es lo que toda alma anhela llegar a ver. Y es que la Visión beatífica es el destino anhelado por todo aquel que se considere hijo de Dios y quiera morar en su definitivo Reino para siempre jamás.
Otro texto, al respecto de la Visión beatífica, bien puede ser éste:
“Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios”.
Este texto evangélico es muy corto, apenas una línea de extensión. Corresponde al Evangelio de San Mateo (5, 8) y es más que conocido por formar parte del Sermón de la Montaña que fue el momento en el que Jesús proclamó las Bienaventuranzas.
Lo que nos dice este texto supone la constatación de la bienaventuranza que no es otra cosa que la visión de Dios. Y para poder gozar de tal privilegio y que haber alcanzado el Cielo.
Podemos decir, sin temor a equivocarnos, que la esencia del Cielo, lo que supone y lo que es tiene relación con lo que Enrique Pardo Fuster (Op. c., p. 435) nos dice y que es:
“-La operación propia del entendimiento de los bienaventurados es la contemplación de la verdad.
-La visión beatífica es una intuición de la esencia divina.
-Dios concede el ‘Lumen gloriae’ al entendimiento de los bienaventurados para que puedan contemplarle tal cual es.
-Los bienaventurados gozan de un conocimiento inmediato de la esencia divina.
-Ven a Dios tal cual es.
-Ven la esencia, los atributos, las relaciones y las perfecciones de Dios.
-La bienaventuranza objetiva consiste solamente en Dios.
-La operación propia del entendimiento de los bienaventurados en el cielo es la contemplación de la verdad.”
Así pues, la llamada “Visión beatífica” supone el culmen de la voluntad espiritual del hijo de Dios pues el Cielo es “morada de Cristo, de los ángeles y de los bienaventurados” (Pardo Fuster, Op. c.,p. 436) y supone la “felicidad de la bienaventuranza” (Pardo Fuster, Op. c., p. 437). Por eso es crucial todo lo relativo a la misma pues no otra cosa supone estar en el Cielo.
A este respecto el nº 1026 del Catecismo de la Iglesia católica nos dice que
“La vida de los bienaventurados consiste en la plena posesión de los frutos de la redención realizada por Cristo, quien asocia a su glorificación celestial a aquellos que han creído en Él y que han permanecido fieles a su voluntad”.
Antes de seguir con el tema conviene que dejemos dicho que vamos a seguir, sobre el mismo, lo escrito por el P. Antonio Royo Marín en el libro ya citado “Teología de la salvación” (p. 481ss).
Pues bien, en cuanto a la posibilidad de la Visión Beatífica, nos dice este reconocido autor (p. 482) que “Es dogma de fe que los bienaventurados en el cielo (ángeles y hombres) ven intuitiva y facialmente la esencia divina”.
Por tanto, estar en el Cielo supone, como fundamental gozo, ver el rostro de Dios. Pero ¿es eso posible?
Entre las conclusiones a las que llega el P. Royo Marín se encuentra (como tercera) la que dice que (p. 483) “El entendimiento creado, humano o angélico, puede sobrenaturalmente ver a Dios como es en sí mismo”. Y esto consta tanto en las Sagradas Escrituras (1 Cor 13, 9-12 o 1 Jn 3,2) como en las declaraciones consideradas dogmáticas en el seno d ela Iglesia católica (Benedicto II o el Concilio de Florencia).
La Visión Beatífica, pues, existe y es
“una pura y simple intuición de la divina esencia” p. 487), la cual -se refiere a la esencia- “es contemplada por el entendimiento creado elevado y fortalecido por el ‘lumen gloriae’ (p. 488); además, “los bienaventurados en el cielo ven la esencia divina directa e inmediatamente, sin intermedio de criatura alguna que tenga razón de objeto visto, o sea, sin ninguna especie creada impresa o expresa” (p. 491).
Acerca, por cierto, del “lumen gloriae” (también citado, supra, por Pardo Fuster) dice el P. Royo Marín que (p. 488)
“Puede definirse con el P. Santiago Ramírez: Un hábito intelectual operativo, infuso de suyo (per se), por el cual el entendimiento creado se hace deiforme y queda inmediatamente dispuesto para la unión inteligible con la misma divina esencia y se hace próximamente capaz de realizar el acto de la visión beatífica”.
Por otra parte, ya hemos dicho otras veces (pues es lo que constituye la esencia del Cielo y no otra cosa se debe anhelar) que el objeto de la Visión beatífica es la que es y cualquiera puede decirlo tan sólo con pensar en lo mejor que le puede pasar a un alma humana y, luego, a la reunión de la misma con el cuerpo.
Pues bien, el P. Royo Marín distingue entre:
- El llamado objeto primario (gloria esencial en oposición a la pena de daño del Infierno).
- El llamado objeto secundario (gloria accidental en oposición a la pena de sentido del Infierno).
El primero de ellos tiene que ver con Dios y el segundo con las criaturas. Así, por ejemplo, “los bienaventurados ven claramente a Dios en sí mismo: uno en esencia y trino en personas, con todos sus atributos esenciales” (p. 495). Sin embargo, los bienaventurados sólo ven actos que “Dios quiere que vean” (p. 497).
En cuanto al segundo objeto de la Visión beatífica, nos dice el autor del libro que “los bienaventurados ven en la esencia divina todo lo que les interesa de las cosas pasadas, presentes y futuras” (p. 499)
- Situación de las almas en el cielo. La desigualdad de la de las almas en el cielo.
Ya dijimos en el capítulo correspondiente al Infierno, que, como en el Purgatorio, las almas que allí han ido a parar no lo están de la misma forma. Y eso no supone ningún tipo de privilegio ni nada por estilo o, mejor, si lo supone tiene su causa en los merecimientos que se hayan adquirido en vida del ser humano propietario de tal alma. Es decir, que a mayores merecimientos (o menores, claro está) la forma de estar en una u otra situación, en uno u otro lugar, ha de ser, por fuerza, distinta.
En realidad, otra cosa no se puede esperar porque no puede ser igual la situación de quien se ha arrepentido en el momento de la muerte o de quien ha llevado una vida más justa y piadosa. Por eso en el Concilio de Florencia quedó dicho, a tal respecto, como causa moral de la desigualdad de las almas en el Cielo, “Unos con más perfección que otros, conforme a la diversidad de los merecimientos”.
Esto, por ejemplo (la tal desigualdad) puede verse en las propias Sagradas Escrituras:
1 Cor 15, 41-42
“Uno es el resplandor del sol, otro en de la luna y otro el de las estrellas y una estrella se diferencia de la otra en el resplandor. Pues así en la resurección de los muertos”.
Mt, 16, 27
“Y entonces dará a cada uno según sus obras”.
1 Cor 3, 8
“Cada uno recibirá su recompensa conforme a su trabajo”.
2 Cor 9, 6
“El que escaso siembra, escaso cosecha; el que siembra con largura, con largura cosechará”.
Apoc 22, 12
“He aquí que vengo presto, y conmigo mi recompensa, para dar a cada uno según sus obras”.
Pero ¿en qué consiste la desigualdad de las almas en el cielo?
Nos dice el P. Royo Marín (Op. c., p. 511) que
“Hay que distinguir una doble desigualdad: una intensiva y otra extensiva. La primera consiste en una mayor o menor penetración y profundidad en la visión beatífica, correspondiente a una mayor o menor participación en el lumen gloriae. La segunda significa mayor o menor amplitud en el número de derivaciones y consecuecias que se descubren en aquella visión, v. gr., en torno al mundo de los seres posibles. La segunda es una simple consecuencia dela primera: a mayor penetración en la visión, mayor cantidad de cosas se descubren en ella”.
Esto, por cierto, nos viene muy bien para perseverar en nuestra actuación terrena pues no ha de ser igual morir, espiritualmente, de una forma que de otra y fortalece nuestra creencia según la cual en el Cielo (que es lo que ahora vemos) no todas las almas están de igual forma o manera.
A lo mejor puede causar repugnancia espiritual a más de uno creer que en el Cielo no todas las almas van a disfrutar de igual manera de la gloria eterna. Sin embargo, una cosa es eso y otra, muy distinta, creer que eso sea injusto siendo Dios quien ha juzgado la conducta de los hijos en vida.
- Apunte sobre el Cuerpo que luego será tratado.
Baste decir, aquí, que cuando acaezca la Resurrección de la carne, el alma que ya esté en el cielo se unirá con el cuerpo que dejó tiempo atrás. Y por mucho que no seamos capaces de entender cómo ha de ser ese gran misterio, lo bien cierto es que tenemos por verdad de fe que sucederá así y que para Dios nada hay imposible. Así, lo que se había separado en el momento de la muerte volverá a ser uno solo y, glorificado el cuerpo, vivirá eternamente en la gloria de Dios Padre Todopoderoso con una serie de cualidades de las que sólo somos capaces de imaginar sus virtualidades pero que, tan sólo con tal imaginación, anhelamos ampliamente ser nosotros unos de los escogidos por Dios para gozar de tal momento.
Pero esto, como decimos, será tratado en el capítulo final en el que se verá, precisamente, tan gran misterio.
- Eternidad del cielo.
Seguramente haya poco que decir acerca de la eternidad del Cielo. Si consideramos tal estado de cosas espiritual como propio de la vida eterna que, como existencia de las almas, no tiene fin, lo mismo podemos decir del Cielo: es eterno porque es eterna la vida que allí se goza y, como diría Santa Teresa de Jesús, allí se vive para siempre, siempre, siempre.
A nuestro socorro, para este evidente pero importante tema, acuden, como es habitual, tanto las Sagradas Escrituras como el Magisterio de la Iglesia católica.
Así, en cuanto a las primeras:
Sap, 5, 15
“Pero los justos viven para siempre, y su recompensa está en el Señor, y el cuidado de ellos en el Altísimo”.
Mt 25,46
“Y los justos irán a la vida eterna”.
Jn 10, 27
“Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco y ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna, y no perecerán para siempre, y nadie las arrebará de mi mano”.
1 Tes 4, 18
“Y así estaremos siempre con el Señor. Consolaos, pues, mutuamente con estas palabras”.
2 Cor 4, 17
“Pues por la momentánea y ligera tribulación nos prepara un peso eterno de gloria incalculable”.
Y en cuanto al Magisterio de la Iglesia católica:
Concilio IV de Letrán
“Todos los cuales resucitarán con sus propios cuerpos que ahora llevan, para recibir según sus obras buenas o malas los réprobos castigo eterno con el diablo; y los elegidos, gloria simpeterna con Cristo”.
Benedicto XII
“Definimos que… las almas de los santos… tienen vida y decanso eterno…., y que, en ellos, la visión y fruición continuará sin ninguna intermisión”.
Concilio de Trento
“Si alguno dijere que el justo por sus buenas obras… no merece verdaderamene el aumento de la gracia, la vida eterna y la consecución de la misma vida eterna (a condición, sin embargo, de que muriere en gracia), y también el aumento de la gloria, sea anatema”.
Según el Catecismo
1023 Los que mueren en la gracia y la amistad de Dios y están perfectamente purificados, viven para siempre con Cristo. Son para siempre semejantes a Dios, porque lo ven «tal cual es» (1 Jn 3, 2), cara a cara (cf. 1 Co 13, 12; Ap 22, 4):
«Definimos con la autoridad apostólica: que, según la disposición general de Dios, las almas de todos los santos […] y de todos los demás fieles muertos después de recibir el Bautismo de Cristo en los que no había nada que purificar cuando murieron […]; o en caso de que tuvieran o tengan algo que purificar, una vez que estén purificadas después de la muerte […] aun antes de la reasunción de sus cuerpos y del juicio final, después de la Ascensión al cielo del Salvador, Jesucristo Nuestro Señor, estuvieron, están y estarán en el cielo, en el Reino de los cielos y paraíso celestial con Cristo, admitidos en la compañía de los ángeles. Y después de la muerte y pasión de nuestro Señor Jesucristo vieron y ven la divina esencia con una visión intuitiva y cara a cara, sin mediación de ninguna criatura» (Benedicto XII: Const. Benedictus Deus: DS 1000; cf. LG 49).
1024 Esta vida perfecta con la Santísima Trinidad, esta comunión de vida y de amor con ella, con la Virgen María, los ángeles y todos los bienaventurados se llama «el cielo» . El cielo es el fin último y la realización de las aspiraciones más profundas del hombre, el estado supremo y definitivo de dicha.
1025 Vivir en el cielo es «estar con Cristo» (cf. Jn 14, 3; Flp 1, 23; 1 Ts 4,17). Los elegidos viven «en Él», aún más, tienen allí, o mejor, encuentran allí su verdadera identidad, su propio nombre (cf. Ap 2, 17):
«Pues la vida es estar con Cristo; donde está Cristo, allí está la vida, allí está el reino» (San Ambrosio, Expositio evangelii secundum Lucam 10,121).
1026 Por su muerte y su Resurrección Jesucristo nos ha «abierto» el cielo. La vida de los bienaventurados consiste en la plena posesión de los frutos de la redención realizada por Cristo, quien asocia a su glorificación celestial a aquellos que han creído en Él y que han permanecido fieles a su voluntad. El cielo es la comunidad bienaventurada de todos los que están perfectamente incorporados a Él.
1027 Este misterio de comunión bienaventurada con Dios y con todos los que están en Cristo, sobrepasa toda comprensión y toda representación. La Escritura nos habla de ella en imágenes: vida, luz, paz, banquete de bodas, vino del reino, casa del Padre, Jerusalén celeste, paraíso: «Lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que le aman» (1 Co 2, 9).
1028 A causa de su transcendencia, Dios no puede ser visto tal cual es más que cuando Él mismo abre su Misterio a la contemplación inmediata del hombre y le da la capacidad para ello. Esta contemplación de Dios en su gloria celestial es llamada por la Iglesia «la visión beatífica»:
«¡Cuál no será tu gloria y tu dicha!: Ser admitido a ver a Dios, tener el honor de participar en las alegrías de la salvación y de la luz eterna en compañía de Cristo, el Señor tu Dios […], gozar en el Reino de los cielos en compañía de los justos y de los amigos de Dios, las alegrías de la inmortalidad alcanzada» (San Cipriano de Cartago, Epistula 58, 10).
1029 En la gloria del cielo, los bienaventurados continúan cumpliendo con alegría la voluntad de Dios con relación a los demás hombres y a la creación entera. Ya reinan con Cristo; con Él «ellos reinarán por los siglos de los siglos» (Ap 22, 5; cf. Mt 25, 21.23).
El cielo es “el fin último y la realización de las aspiraciones más profundas del hombre, el estado supremo y definitivo de dicha”. Y San Pablo escribe: “Ni ojo vio, ni oído oyó, ni pasó por pensamiento de hombre las cosas que Dios ha preparado para los que le aman”. (1Cor 2, 9).
Después del juicio particular, los que mueren en la gracia y la amistad de Dios y están perfectamente purificados van al cielo. Viven en Dios, lo ven tal cual es. Están para siempre con Cristo. Son para siempre semejantes a Dios, gozan de su felicidad, de su Bien, de la Verdad y de la Belleza de Dios.
Esta vida perfecta con la Santísima Trinidad, esta comunión de vida y de amor con Ella, con la Virgen María, los ángeles y todos los bienaventurados se llama el cielo. Es Cristo quien, por su muerte y Resurrección, nos ha “abierto el cielo”. Vivir en el cielo es “estar con Cristo” (cf. Jn 14, 3; Flp 1, 23; 1 Ts 4,17). Los que llegan al cielo viven “en Él”, aún más, encuentran allí su verdadera identidad.
Catequesis que San Juan Pablo II impartió acerca del Cielo. Dice lo siguiente:
El “Cielo” como plenitud de intimidad con Dios”
“1 . Cuando haya pasado la figura de este mundo, los que hayan acogido a Dios en su vida y se hayan abierto sinceramente a su amor, por lo menos en el momento de la muerte, podrán gozar de la plenitud de comunión con Dios, que constituye la meta de la existencia humana.
Como enseña el Catecismo de la Iglesia católica, ‘esta vida perfecta con la santísima Trinidad, esta comunión de vida y de amor con ella, con la Virgen María, los ángeles y todos los bienaventurados se llama ‘el cielo’. El cielo es el fin último y la realización de las aspiraciones mas profundas del hombre, el estado supremo y definitivo de dicha’(n. 1024).
Hoy queremos tratar de comprender el sentido bíblico del «cielo», para poder entender mejor la realidad a la que remite esa expresión.
- En el lenguaje bíblico el «cielo», cuando va unido a la ‘tierra’, indica una parte del universo. A propósito de la creación, la Escritura dice: ‘En un principio creo Dios el cielo y la tierra’ (Gn 1, 1).
En sentido metafórico, el cielo se entiende como morada de Dios, que en eso se distingue de los hombres (cf. Sal, 104, 2 s; 115, 16; Is 66, l). Dios, desde lo alto del cielo, ve y juzga (cf. Sal 113, 4-9) y baja cuando se le invoca (cf. Sal 18, 7. 10; 144, 5). Sin embargo, la metáfora bíblica da a entender que Dios ni se identifica con el cielo ni puede ser encerrado en el cielo (cf. 1R 8, 27); y eso es verdad, a pesar de que en algunos pasajes del primer libro de los Macabeos ‘el cielo’ es simplemente un nombre de Dios (cf. 1M 3, 18. 19. 50. 60; 4, 24. 55).
A la representación del cielo como morada trascendente del Dios vivo, se añade la de lugar al que también los creyentes pueden, por gracia, subir, como muestran en el Antiguo Testamento las historias de Enoc (cf. Gn 5, 24) y Elías (cf. 2R 2, 11). Así, el cielo resulta figura de la vida en Dios. En este sentido, Jesús habla de ‘recompensa en los cielos’ (Mt 5, 12) y exhorta a «amontonar tesoros en el cielo» (Mt 6, 20; cf. 19, 21).
- El Nuevo Testamento profundiza la idea del cielo también en relación con el misterio de Cristo. Para indicar qué el sacrificio del Redentor asume valor perfecto y definitivo, la carta a los Hebreos afirma que Jesús ‘penetró los cielos’ (Hb 4, 14) y ‘no penetró en un santuario hecho por mano de hombre, en una reproducción del verdadero, sino en el mismo cielo’ (Hb 9, 24). Luego, los creyentes, en cuanto amados de modo especial por el Padre, son resucitados con Cristo y hechos ciudadanos del cielo.
Vale la pena escuchar lo que a este respecto nos dice el apóstol Pablo en un texto de gran intensidad: ‘Dios, rico en misericordia, por el grande amor con que nos amó, estando muertos a causa de nuestros pecados, nos vivificó juntamente con Cristo —por gracia habéis sido salvados— y con él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús, a fin de mostrar en los siglos venideros la sobreabundante riqueza de su gracia, por su bondad para con nosotros en Cristo Jesús’ (Ef 2, 4-7). Las criaturas experimentan la paternidad de Dios, rico en misericordia, a través del amor del Hijo de Dios, crucificado y resucitado, el cual, como Señor, está sentado en los cielos a la derecha del Padre.
- Así pues, la participación en la completa intimidad con el Padre, después del recorrido de nuestra vida terrena, pasa por la inserción en el misterio pascual de Cristo. San Pablo subraya con una imagen espacial muy intensa este caminar nuestro hacia Cristo en los cielos al final de los tiempos: ‘Después nosotros, los que vivamos, los que quedemos, seremos arrebatados en nubes, junto con ellos (los muertos resucitados), al encuentro del Señor en los aires. Y así estaremos siempre con el Señor. Consolados, pues, mutuamente con estas palabras’ (1Ts 4, 17-18).
En el marco de la Revelación sabemos que el «cielo» o la ‘bienaventuranza’ en la que nos encontraremos no es una abstracción, ni tampoco un lugar físico entre las nubes, sino una relación viva y personal con la santísima Trinidad. Es el encuentro con el Padre, que se realiza en Cristo resucitado gracias a la comunión del Espíritu Santo.
Es preciso mantener siempre cierta sobriedad al describir estas realidades últimas, ya que su representación resulta siempre inadecuada. Hoy el lenguaje personalista logra reflejar de una forma menos impropia la situación de felicidad y paz en que nos situará la comunión definitiva con Dios.
El Catecismo de la Iglesia católica sintetiza la enseñanza eclesial sobre esta verdad afirmando que, ‘por su muerte y su resurrección, Jesucristo nos ha abierto» el cielo. La vida de los bienaventurados consiste en la plena posesión de los frutos de la redención realizada por Cristo, que asocia a su glorificación celestial a quienes han creído en él y han permanecido fieles a su voluntad. El cielo es la comunidad bienaventurada de todos los que están perfectamente incorporados a él’ (n. 1026).
- Con todo, esta situación final se puede anticipar de alguna manera hoy, ,tanto en la vida sacramental, cuyo centro es la Eucaristía, como en el don de sí mismo mediante la caridad fraterna. Si sabemos gozar ordenadamente de los bienes que el Señor nos regala cada día, experimentaremos ya la alegría y la paz de que un día gozaremos plenamente. Sabemos que en esta fase terrena todo tiene límite; sin embargo, el pensamiento de las realidades últimas nos ayuda a vivir bien las realidades penúltimas. Somos conscientes de que mientras caminamos en este mundo estamos llamados a buscar ‘las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios’ (Col 3, 1), para estar con él en el cumplimiento escatológico, cuando en el Espíritu él reconcilie totalmente con el Padre ‘lo que hay en la tierra y en los cielos’ (Col 1, 20).