El Juicio Particular

El Juicio Particular

29 de octubre de 2024 0 Por Gospa Chile

Después de la muerte el justo juicio de Dios decide el destino eterno de cada alma separada.


La doctrina católica del juicio particular es ésta: que inmediatamente después de la muerte el justo juicio de Dios decide el destino eterno de cada alma separada. Aunque no ha habido una definición formal sobre este punto, el dogma está claramente implícito en el Decreto de Unión de Eugenio IV (1439), que declara que las almas en estado de gracia que dejan sus cuerpos, pero que necesitan purificación, son limpiadas en el purgatorio, mientras que las almas que son perfectamente puras son admitidas de inmediato a la visión beatífica de la Divinidad (ipsum Deum unum et trinum), y que aquellos que mueren en pecado mortal real, o simplemente con el pecado original, son al momento destinados al castigo eterno, cuya cualidad corresponde a su pecado (paenis tamen disparibus) (Denzinger, «Enchiridion», ed. 10, n. 693 —old ed., n. 588). La doctrina aparece también en la profesión de fe de Miguel Paleólogo (1274) (Denz.,»Ench.» ,ed. 10, n. 464 —old ed., n. 387), en la Bula «Benedictus Deus» de Benedicto XII (1336) (Denz., «Ench.»,ed. 10, n. 530—old ed., n. 456), en las profesiones de fe de Gregorio XIII (Denz., «Ench.», ed. 10, n. 1084—old ed., n. 870) y de Benedicto XIV (ibid., n. 1468—old ed., n. 875).

Pruebas de la Existencia del Juicio Particular en la Escritura

A veces se cita a Eclesiastés 11,9; 12,1 ss. y a Hebreos 9,27 como prueba del juicio particular, pero aunque estos pasajes hablan de un juicio después dela muerte, ni el contexto ni la fuerza de las palabras prueban que el escritor sagrado tuvo en mente un juicio distinto al del fin del mundo. Los argumentos bíblicos en defensa del juicio particular deben ser indirectos (cf. Billot, «Quaestiones de Novissimis», II, p. 1). No hay ningún texto del cual podamos decir que afirma expresamente este dogma, pero hay varios que enseñan sobre una retribución inmediata después de la muerte y con ello implican claramente un juicio particular. Cristo representa a Lázaro y a rico como recibiendo sus respectivas recompensas inmediatamente después de la muerte. Ellos siempre han sido considerados como tipos del hombre justo y el pecador. Al ladrón penitente se le prometió que su alma inmediatamente después de dejar el cuerpo estaría en el estado de los bienaventurados: “Hoy estarás conmigo en el Paraíso” (Lucas 23,43). San Pablo (2 Cor. 5) anhela ausentarse del cuerpo para estar presente junto al Señor, evidentemente entendiendo que la muerte es la entrada a su recompensa (cf. Flp. 1,21 ss.). Eclesiástico 11,28-29 habla de una retribución en la hora de la muerte, pero se puede referir a un castigo temporal, tal como una muerte súbita en medio de la prosperidad, el mal recuerdo que sobrevive a los malvados o los infortunios de sus hijos. Sin embargo, los otros textos que han sido citados son suficientes para establecer la estricta conformidad de la doctrina con la enseñanza bíblica (cf. Hch. 1,25; Apoc. 20,4-6.12-14).

Testimonio Patrístico Respecto al Juicio Particular

San Agustín atestigua clara y enfáticamente de esta fe de la Iglesia primitiva. En una carta al presbítero Pedro, critica las obras de Vincencio Víctor sobre el alma, y señala que no contienen nada excepto lo que es inútil o erróneo o simples trivialidades, familiares a todos los católicos. Como ejemplo de esto, él cita la interpretación de Víctor de la parábola de Lázaro y Dives. Escribe:

Pues respecto a lo que él (Víctor] muy correcta y firmemente sostiene, a saber, que las almas son juzgadas cuando salen del cuerpo, antes de llegar a ese juicio que se pasará sobre ellos cuando se reúnan con el cuerpo y sean atormentados o glorificados en la misma carne que aquí habitaron —¿acaso era ese un asunto que tú (Pedro) ignorabas? ¿Quién es tan obstinado contra el Evangelio como para no percibir esas cosas en la parábola de ese hombre pobre llevado después de la muerte al seno de Abraham y del hombre rico cuyos tormentos se nos presentan?” (De anima et eius origine, 11, n.8).
En los sermones de los Padres aparecen descripciones gráficas del juicio particular (cf. San Efrén, «Sermo de secundo Adventu»; «Sermo in eos qui in Christo obdormiunt»).

Herejías

Lactancio es uno de los pocos escritores católicos que disputaron esta doctrina (Divine Institutes VII:21). Entre los herejes el juicio particular era negado por Taciano y Vigilancio. Los hipnosiquitas y los tnetosiquitas creían que al momento de la muerte el alma pasaba, según el primero a un estado de inconsciencia, y según el segundo, a la destrucción temporal. Ellos creían que las almas se levantarían en la resurrección del cuerpo para el juicio. Esta teoría del “letargo del alma” fue defendida por los nestorianos y los coptos, y más tarde por los anabaptistas, socinianos y arminianos. Calvino (Inst. III, 25) afirma que el destino final no se decide hasta el último día.

Cumplimiento Inmediato de la Sentencia

El cumplimiento inmediato de la sentencia es parte del dogma del juicio particular, pero hasta que la cuestión no hubo sido establecida por Benedicto XII, en 1332, había mucha incertidumbre respecto al destino de los muertos entre el período de la muerte y la resurrección general. Nunca hubo ninguna duda de qué la pena de pérdida (poena damni) la pérdida temporal o eterna de la felicidad del cielo, comenzaba desde el momento de la muerte. Asimismo se aceptó desde los primeros tiempos que el castigo siguiente a la muerte incluía otros sufrimientos (poena sensus) además de la pena de pérdida (Justino, «Dial.», V). Pero si el tormento de fuego estaba incluido entre estos sufrimientos, o si comenzaban sólo después del juicio final, fue una cuestión que hizo surgir muchas opiniones divergentes. Era una creencia común entre los primeros Padres qué los demonios no se verían afectados por las llamas del infierno hasta el fin del mundo (Hurter, «Comp. Th. Dog.», III, n. 783, nota 6). En cuanto a las almas de los réprobos había una creencia similar. Algunos de los Padres afirmaban que estas almas no sufren el tormento del fuego hasta reunirse con sus cuerpos en la resurrección, mientras que otros dudaban (cf. Tert., “DeTest.an.», IV, with «DeJejun.», XVI). Muchos, por el contrario, enseñaban claramente que el castigo del fuego del infierno seguía rápidamente al juicio particular (Hilario, In Ps. CXXXVIII, 22). Esto es evidente a partir de las palabras de San Gregorio el Grande: “igual que la felicidad regocija a los elegidos, así mismo se debe creer que desde el día de su muerte el fuego quema a los réprobos” (Dial., IV, 28). Escritores cristianos primitivos también se refieren a un fuego purgativo en el cual las almas no perfectamente justas son purificadas después de la muerte.

Algunos de los primeros Padres, engañados por los errores milenaristas, creían que la beatitud esencial del cielo no se disfruta hasta el final de los tiempos. Suponían que durante el intervalo entre la muerte y la resurrección de las almas los justos vivían felizmente en una morada agradable, aguardando su glorificación final. Esta era aparentemente la opinión de los santos Justino e Ireneo, Tertuliano, Clemente de Alejandría y San Ambrosio. Según otros, sólo los mártires y algunos otros santos son admitidos de inmediato a la suprema felicidad del cielo. Sin embargo, no se puede inferir de estos pasajes que todos los Padres citados creían que la visión de Dios es en la mayoría de los casos dilatada hasta el día del juicio. Muchos de ellos en otras partes de sus obras profesan la doctrina católica, ya expresa o implícitamente a través del reconocimiento de otros dogmas en los cuales ella está contenida, por ejemplo, en la del descenso de Cristo al limbo, un artículo del credo que pierde todo significado a menos que se admita que los santos del Antiguo Testamento fueron de ese modo liberados de su pena temporal de pérdida y admitidos a la visión de Dios. En cuanto a los pasajes que establecen que la suprema felicidad del cielo no se disfruta hasta después de la resurrección, se refieren en muchos casos a un aumento en la alegría accidental de los bienaventurados a través de la unión del alma con su cuerpo glorificado, y no significan que la felicidad esencial del cielo no se haya disfrutado hasta entonces.

A pesar de las aberraciones de algunos escritores y las vacilaciones de otros, la gran mayoría de los cristianos siempre sostuvieron firmemente la creencia de que desde la muerte de Cristo las almas que están libres de pecado entran de inmediato a la visión de Dios (cf. San Cipriano, De exhort. mart.). Según lo atestiguan las primeras Actas de los Mártires y liturgias, los mártires estaban convencidos de la inmediata recompensa a su devoción. Esta creencia también es evidenciada por la antigua práctica de honrar e invocar a los santos, incluso a aquellos que eran mártires. Pero el error opuesto encontró adherentes de vez en cuando, y en la Edad Media fue defendido calurosamente. El Segundo Concilio de Lyon (1274) declaró que las almas libres del pecado son recibidas en el cielo inmediatamente (mox in caelum recipi), pero no decidió en qué consistía su estado de bienaventuranza. Cierto número de teólogos sostenían la opinión de que hasta la resurrección los justos no gozan de la visión intuitiva o facial de Dios, sino que están bajo la protección y consolación de la Humanidad de Jesucristo. El Papa Juan XXII (1316-1334) en Aviñón, como teólogo privado, parece haber apoyado esta opinión, pero el que le diese sanción oficial es una fábula inventada por los falibilistas. Su sucesor, Benedicto XII, puso fin a la controversia por la Bula “Benedictus Deus”.

Fuente: Enciclopedia Católica