En lo alto, la Cruz de Cristo: cumbre del amor
A veces, el hombre ama más las tinieblas que la luz, porque está apegado a sus pecados. Pero es sólo confesando sinceramente las propias culpas a Dios, que se encuentra la verdadera paz y la verdadera alegría”.
«De la misma manera que Moisés levantó en alto la serpiente en el desierto…»
Por el Papa Emérito Benedicto XVI
En el horizonte de este desierto se perfila la Cruz. Jesús sabe que ésta es el culmen de su misión: en efecto, la Cruz de Cristo es la cumbre del amor, que nos dona la salvación. Lo dice Él mismo en el Evangelio de hoy: “De la misma manera que Moisés levantó en alto la serpiente en el desierto, también es necesario que el Hijo del hombre sea levantado en alto, para que todos los que creen en Él tengan Vida eterna” (Jn 3,14-15).
El episodio se refiere al texto bíblico cuando “durante el éxodo desde Egipto”, los israelitas fueron atacados por serpientes venenosas y muchos murieron; entonces Dios encomendó a Moisés hacer una serpiente de bronce y ponerla encima de una asta: si uno venía mordido por las serpientes, mirando a la serpiente de bronce, se curaba (Cfr. Nm 21, 4-9). También Jesús será alzado en la Cruz, para que cualquiera que esté en peligro de muerte a causa del pecado, dirigiéndose a Él con fe -que ha muerto por nosotros-, sea salvado. “Dios, de hecho, – escribe san Juan- no envió a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él” (Jn 3,17).
Comenta San Agustín; “La misión del médico es sanar al enfermo pero si uno no cumple las prescripciones del médico, se destruye solo. El Salvador ha venido al mundo… si tú no quieres ser salvado por Él, te juzgarás por ti mismo” (Sobre el Evangelio de Juan 12,12: PL 35, 1190). Por lo tanto, si infinito es el amor misericordioso de Dios, que llegó al extremo de dar a su único Hijo para rescate de nuestra vida, grande es también nuestra responsabilidad: cada uno -en efecto- debe reconocer su propia enfermedad para poder ser curado; cada uno tiene que confesar su propio pecado, porque el perdón de Dios -ya donado en la Cruz-, pueda tener efecto en su corazón y en su vida.
Nuevamente escribe San Agustín: “Dios condena tus pecados; y si también tú los condenas, te unes a Dios… Cuando comienza a disgustarte aquello que has hecho, entonces comienzan tus obras buenas, porque condenas tus obras malas. Las obras buenas comienzan con el reconocimiento de las obras malas” (ibid., 13: PL 35, 1191). A veces, el hombre ama más las tinieblas que la luz, porque está apegado a sus pecados. Pero es sólo abriéndose a la luz, es sólo confesando sinceramente las propias culpas a Dios, que se encuentra la verdadera paz y la verdadera alegría. Es importante entonces acercarse regularmente al Sacramento de la penitencia, particularmente en Cuaresma, para recibir el perdón del Señor e intensificar nuestro camino de conversión.
(14 de septiembre de 2008, Lourdes)
Es el gran misterio que María nos confía también esta mañana invitándonos a volvernos hacia su Hijo. En efecto, es significativo que, en la primera aparición a Bernadette, María comience su encuentro con la señal de la Cruz. Más que un simple signo, Bernadette recibe de María una iniciación a los misterios de la fe. La señal de la Cruz es de alguna forma el compendio de nuestra fe, porque nos dice cuánto nos ha amado Dios; nos dice que, en el mundo, hay un amor más fuerte que la muerte, más fuerte que nuestras debilidades y pecados. El poder del amor es más fuerte que el mal que nos amenaza. Este misterio de la universalidad del amor de Dios por los hombres, es el que María reveló aquí, en Lourdes. Ella invita a todos los hombres de buena voluntad, a todos los que sufren en su corazón o en su cuerpo, a levantar los ojos hacia la Cruz de Jesús para encontrar en ella la fuente de la vida, la fuente de la salvación.
La Iglesia ha recibido la misión de mostrar a todos el rostro amoroso de Dios, manifestado en Jesucristo. ¿Sabremos comprender que en el Crucificado del Gólgota está nuestra dignidad de hijos de Dios que, empañada por el pecado, nos fue devuelta? Volvamos nuestras miradas hacia Cristo. Él nos hará libres para amar como Él nos ama y para construir un mundo reconciliado. Porque, con esta Cruz, Jesús cargó el peso de todos los sufrimientos e injusticias de nuestra humanidad. Él ha cargado las humillaciones y discriminaciones, las torturas sufridas en numerosas regiones del mundo por muchos hermanos y hermanas nuestros por amor a Cristo. Les encomendamos a María, Madre de Jesús y Madre nuestra, presente al pie de la Cruz.
Para acoger en nuestras vidas la Cruz gloriosa, la celebración del jubileo de las apariciones de Nuestra Señora en Lourdes nos ha permitido entrar en una senda de fe y conversión. Hoy, María sale a nuestro encuentro para indicarnos los caminos de la renovación de la vida de nuestras comunidades y de cada uno de nosotros. Al acoger a su Hijo, que Ella nos muestra, nos sumergimos en una fuente viva en la que la fe puede encontrar un renovado vigor, en la que la Iglesia puede fortalecerse para proclamar cada vez con más audacia el misterio de Cristo. Jesús, nacido de María, es el Hijo de Dios, el único Salvador de todos los hombres, vivo y operante en su Iglesia y en el mundo. La Iglesia ha sido enviada a todo el mundo para proclamar este único mensaje e invitar a los hombres a acogerlo mediante una conversión auténtica del corazón. Esta misión, que fue confiada por Jesús a sus discípulos, recibe aquí, con ocasión de este jubileo, un nuevo impulso. Que siguiendo a los grandes evangelizadores de vuestro País, el espíritu misionero que animó tantos hombres y mujeres de Francia a lo largo de los siglos, sea todavía vuestro orgullo y compromiso.