La morada para Dios

La morada para Dios

14 de agosto de 2024 Desactivado Por Gospa Chile

Yo los amo y por eso deseo que ustedes sean santos

Homilía Padre Patricio Romero Asunción de María, 2024


Mensaje, 25 de julio de 1987

“¡Queridos hijos! Hoy quisiera envolverlos con mi manto y guiarlos por el camino de la santidad. Yo los amo y por eso deseo que ustedes sean santos. No quiero que Satanás los obstaculice en este camino. Queridos hijos, oren y acepten todo lo que Dios les presenta en este camino, que es doloroso. Pero a quien comience a recorrerlo, Dios le revelará toda la dulzura de modo que pueda responder a cada llamado Suyo. No den importancia a las pequeñas cosas sino que aspiren al Cielo y a la santidad. Gracias por haber respondido a mi llamado!”


María Santísima dice (san Lucas 1, 39-56): «Desde ahora me felicitarán todas las generaciones». La Madre del Señor profetiza las alabanzas marianas de la Iglesia para todo el futuro.

Como dice san Lucas, Isabel había exclamado, llena de Espíritu Santo: «Dichosa la que ha creído». Y María, también llena de Espíritu Santo, continúa y completa lo que dijo Isabel, afirmando: «Me felicitarán todas las generaciones». Es una auténtica profecía, inspirada por el Espíritu Santo, y la Iglesia, al venerar a María, responde a un mandato del Espíritu Santo, cumple un deber sobre todo a la «Santa» que se convirtió en su morada en la tierra, María.
María es Feliz porque está unida a Dios, porque vive con Dios y en Dios. El Señor, en la víspera de su Pasión, al despedirse de los suyos, dijo: «Voy a prepararos una morada en la gran casa del Padre. Porque en la casa de mi Padre hay muchas moradas» (cf. Jn 14,2). La que fue morada del Verbo Encarnado de donde tomo carne y sangre en Hijo de Dios, ahora por los méritos de esa carne y sangre inmolada es llevada a vivir en la morada de Dios.

María, al decir: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra», preparó aquí en la tierra la morada para Dios; con cuerpo y alma se transformó en su morada, y así abrió la tierra al cielo.

Escuchemos una vez más las palabras de Isabel, que se completan en el Magníficat de María: «Dichosa la que ha creído». El acto primero y fundamental de la Joven Virgen de Nazaret para transformarse en morada de Dios y encontrar así la felicidad definitiva es creer, es la fe en Dios, en el Dios que se manifestó en Jesucristo y que se nos revela en la palabra divina en la sagrada Escritura.
De hecho San Bernardo insiste que María concibió antes a su Hijo con el corazón que en su vientre materno, porque por el acto de Fe en la Palabra de Dios, sería siempre la morada de las maravillas del Señor.

Creer no es añadir una opinión a otras. Y la convicción, la fe en que Dios existe, no es una información como otras. Muchas informaciones no nos importa si son verdaderas o falsas, pues no cambian nuestra vida. Pero, que Dios existe, y nos regala un camino, para que abrazando una verdad encontremos la vida verdadera, es un acto fundamental en nuestra vida que no solo debe determinar nuestra posturas ante el mundo, la mayoría, las modas y las ideologías, sino que también debe producir un cambio en nuestras prioridades, en nuestras confianzas y en nuestros afanes.

Dios existe, y si te entregas, y renuncias a todo por Él y su plan en tu vida, todo cambia, la vida es luz, nuestro futuro es luz y tenemos una orientación para saber cómo vivir.

Es bueno por eso preguntarnos hoy, si nuestra Fe tiene la intensidad necesaria o es solo una reverencia ineludible y necesaria para no cruzar los límites, pero no es renunciar a nuestra propia torre de Babel, a nuestros mesianismos personales, a nuestros protagonismos.
Cabe por lo mismo examinarnos si esas determinaciones y decisiones que prescinden de la prioridad de vivir en la gracia, de santificarnos, de abandonar todo vicio o pecado, todo orgullo o vanagloria, todo estado de complacencia y soberbia, a logrado conservar, reparar, cuidar y edificar nuestras moradas, la morada en la que estoy, la morada de la vocación o estado de vida que Dios nos ha confiado.

Recordar que es verdad de nuestra Fe que somos peregrinos -lo profesamos en el Credo: decimos «creo en la comunión de los santos, el perdón de los pecados, la resurrección de la carne y la vida eterna»- nos ayuda a comprender la Asunción de la Madre del Señor a los cielos y el cesar de la vida temporal de cada persona, exigiéndonos renovar vivamente, con el auxilio de Dios, el sentido de responsabilidad que debemos tener; responsabilidad por la porción del mundo que se nos ha encomendado en nuestra vida; responsabilidad de administrar bien esta parte del mundo y de la historia que somos nosotros, contribuyendo así a la auténtica edificación del mundo, a la victoria del bien y de la paz, a la santificación personal y santo trato que demos a cada familia, comunidad, a cada don del cielo.

Al decir María Santísima: «Me felicitarán todas las generaciones», quiere decir que el futuro, el porvenir, pertenece a Dios, está en las manos de Dios, es decir, que Dios vence. Y no vence el dragón, que es la representación de todas las fuerzas del pecado y de la violencia del mundo. Parecen invencibles, pero María nos dice que no son invencibles. La Mujer, con su humildad, viviendo en la fe y el esplendor de la gracia, es más fuerte porque Dios es más fuerte.

En comparación con el dragón, tan armado, el alma del creyente, la familia cristiana, la Iglesia se ven como indefensos y vulnerables, como lo parece esta Mujer del Apocalipsis, que es María, que es la Iglesia. Pero Dios se hizo vulnerable en el mundo al encarnarse, para que la humildad y la fragilidad que se sostiene en la Fe y en la gracia de Dios, sea capaz de vencer el pecado, el mal y a la misma muerte.
Con la Asunción de María su Madre, el Señor nos muestra que el amor de su Corazón, aunque a los ojos del mundo no lo vence siempre: él tiene el futuro en sus santas manos; vence el amor y no el odio; vence la gracia y no el pecado, vence la humildad y no la soberbia, al final vence la paz.

Este es el gran consuelo que entraña el dogma de la Asunción de María en cuerpo y alma a la gloria del cielo. Damos gracias al Señor por este consuelo, pero también vemos que este consuelo nos compromete a estar del lado del bien, del humilde, al lado de la paz.

Oremos a María, la Reina de la paz, para que ayude a la victoria de la paz hoy: «Reina de la paz, ¡ruega por nosotros!». Amén.