«No soy digno de que entres bajo mi techo» (Mt 8,8)
San Agustín de Hipona: No habría dicho tales palabras si el Señor no hubiera entrado ya en su corazón…
La fe de este centurión anuncia la fe de los gentiles, fe humilde y ferviente, como el grano de mostaza. Según habéis escuchado, su hijo estaba enfermo y yacía en casa paralítico. El centurión rogó al Salvador por la salud del mismo. El Señor prometió que iría él en persona a devolvérsela. Pero aquél, según dije, con ferviente humildad y con humilde fervor, replicó: Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo (Mt 8,8-12). Se declaraba indigno de que el Señor entrase bajo su techo. Y, sin embargo, no habría dicho estas palabras si el Señor no hubiese entrado ya en su corazón. Luego añadió: «Mas dilo sólo de palabra y mi hijo quedará sano (Mt 8,8). Sé a quien me dirijo; basta que hable él y se realizará lo que deseo». Y añadió una comparación en extremo grata y verdadera. «Pues también yo, dice, soy un hombre, mientras que tú eres Dios; estoy bajo autoridad, mientras tú estás sobre toda autoridad; tengo bajo mi mando soldados, mientras tú tienes también a los ángeles, y le digo a uno «Vete» y se va, y a otro «Ven» y viene; y a mi siervo «Haz esto» y lo hace (Mt 8,9). Sierva tuya es toda criatura; sólo es preciso que mandes para que se haga lo que mandas».
Y advirtió el Señor: En verdad os digo que no he hallado fe tan grande en Israel (Mt 8, 10). Sabéis que el Señor tomó carne de Israel, del linaje de David, al que pertenecía la Virgen María, que dio a luz a Cristo. Vino a los judíos, les mostró su rostro de carne, su boca de carne se dirigió a sus oídos, la forma de su cuerpo apareció ante sus ojos. Con su presencia se había cumplido lo prometido a los judíos. La promesa se había hecho a los padres y se cumplía en los hijos. Este centurión, sin embargo, era extraño; pertenecía al pueblo romano, ejercía allí su profesión militar y su fe aventajó a la de los israelitas, de modo que el Señor hubo de decir: En verdad os digo que no he hallado fe tan grande en Israel. ¿Qué cosa, pensáis, alabó en la fe de este hombre? La humildad. No soy digno de que entres bajo mi techo. Eso alabó, y porque eso alabó, esa era la puerta por la que el Señor entró. La humildad del centurión era la puerta para el Señor, que entraba a poseer más plenamente a quien ya poseía.
Gran esperanza dio el Señor a los gentiles en esta ocasión. Aún no existíamos y ya nos había previsto, conocido de antemano, prometido. ¿Qué dice? Por esto os digo que vendrán muchos de oriente y de occidente (Mt 8, 11). ¿A dónde vendrán? A la fe. Hacia ella vienen. Venir significa creer. Creyó: vino; apostató: se alejó. Vendrán, pues, de oriente y de occidente: no al templo de Jerusalén, no a parte alguna céntrica de la tierra, ni para ascender a monte alguno. Y, sin embargo, vienen al templo de Jerusalén, a una parte céntrica y a cierto monte. El templo de Jerusalén es ahora el Cuerpo de Cristo, motivo por el que había dicho: Destruid este templo y en tres días lo levantaré (Jn 2,19). El lugar céntrico a donde vienen es Cristo mismo: está en el centro porque es igual para todos. Lo que se pone en el centro es común para todos. Vienen al monte del que dice Isaías: En los últimos días será manifiesto el monte del Señor, dispuesto en la cima de los montes y será exaltado sobre todas las colinas y vendrán a él todos los pueblos (Is 2,2). Este monte fue una piedra pequeña que al crecer llenó el mundo. Así lo descubre Daniel. Acercaos al monte, subid a él, y quienes hayáis subido no descendáis; allí estaréis seguros y protegidos. El monte que os sirve de refugio es Cristo. ¿Y dónde está Cristo? A la derecha del Padre, pues ascendió al cielo. Muy distante se halla. ¿Quién subió allí? ¿Quién lo ha tocado? Si está lejos de vosotros, ¿cómo decimos con verdad El Señor esté con vosotros? Aunque está a la derecha del Padre, no se aleja de vuestros corazones.
Volviéndose al centurión le dice: Vete y que te suceda según has creído. Yen aquella hora quedó sano el niño (Mt 8,13). Como creyó, así sucedió. Dilo de palabra y quedará sano: lo dijo de palabra y quedó sano. Que te suceda según has creído: la pésima enfermedad se alejó de los miembros del niño. ¡Admirable la facilidad con la que el Señor de toda criatura le da órdenes!
No cuesta fatiga mandar. ¿O es tal el Señor de la criatura que da órdenes a los ángeles y no se digna dárselas a los hombres? ¡Ojalá los hombres quisieran obedecerle! Dichoso aquel a quien le da órdenes, pero no al oído carnal, sino al oído del corazón, y allí le corrige y le guía. Deducid que el Señor da órdenes a todas las cosas del hecho de que no se sustraen a su imperio ni los gusanillos. Dio órdenes a un gusano y royó la raíz de la calabaza y pereció lo que proporcionaba sombra al profeta. Dio órdenes, dice el profeta, al gusano de la mañana; éste royó la raíz de la calabaza y desapareció la sombra (Jn 4,7). El gusano matutino es Cristo. El salmo 21 que se refiere a su pasión, dice así: En favor de la recepción matutina (Sal 21,1). En hora mañanera resucitó y royó la sombra judía. Por eso dice con ternura a su esposa en el Cantar de los cantares: Hasta que respire el día y se alejen las sombras (Cant 2,17). ¿Acaso observáis carnalmente el sábado? ¿Os abstenéis, acaso, de las carnes de los animales que no rumian o que tienen la pezuña hendida? Nada de esto hacéis. ¿Por qué? Porque fue roída la calabaza, porque cesó la sombra y apareció el sol. Pedid un refresco para que no os fatiguéis bajo el calor de los mandatos.