Nuestra confianza en María ha de ser grande
Y si Jesús es rey del universo, Reina también lo es María- dice- San Alfonso María de Ligorio
Las Glorias de María
Nuestra confianza en María ha de ser grande, por ser ella la Madre de la misericordia
San Alfonso María de Ligorio
Habiendo sido exaltada la Virgen María como Madre del Rey de reyes, con toda razón la santa Iglesia la honra y quiere que sea honrada por todos con el título glorioso de reina. Si el Hijo es Rey, dice san Atanasio, con toda razón la Madre debe tenerse por Reina y llamarse Reina y Señora. Desde que María, añade san Bernardino de Siena, dio su consentimiento aceptando ser Madre del Verbo eterno, desde ese instante mereció ser la reina del mundo y de todas las criaturas. Si la carne de María, reflexiona san Arnoldo abad, no fue distinta de la de Jesús, ¿cómo puede estar la madre separada del reinado de su hijo? Por lo que debe pensarse que la gloria del reinado no sólo es común entre la Madre y el Hijo, sino que es la misma.
Y si Jesús es rey del universo, reina también lo es María. De modo que, dice san Bernardino de Siena, cuantas son las criaturas que sirven a Dios, tantas son las que deben servir a María, ya que los ángeles, los hombres y todas las cosas del cielo y de la tierra, estando sujetas al dominio de Dios, están también sometidas al dominio de la Virgen. Por eso el abad Guérrico, contemplando a la Madre de Dios, le habla así: «Prosigue, María, prosigue segura con los bienes de tu Hijo, gobierna con toda confianza como reina, madre del rey y su esposa». Sigue pues, oh María, disponiendo a tu voluntad de los bienes de tu Hijo, pues al ser madre y esposa del rey del mundo, se te debe como reina el imperio sobre todas las criaturas.
Así que María es Reina; pero no olvidemos, para nuestro común consuelo, que es una reina toda dulzura y clemencia e inclinada a hacernos bien a los necesitados. Por eso la santa Iglesia quiere que la saludemos y la llamemos en esta oración Reina de misericordia. El mismo nombre de reina, conforme a san Alberto Magno, significa piedad y providencia hacia los pobres; a diferencia del nombre de emperatriz, que expresa más bien severidad y rigor. La excelencia del rey y de la reina consiste en aliviar a los miserables, dice Séneca. Así como los tiranos, al mandar, tienen como objetivo su propio provecho, los reyes, en cambio, deben tener por finalidad el bien de sus vasallos. De ahí que en la consagración de los reyes se ungen sus cabezas con aceite, símbolo de misericordia, para demostrar que ellos, al reinar, deben tener ante todo pensamientos de piedad y de beneficencia hacia sus vasallos.
El rey debe ante todo dedicarse a las obras de misericordia, pero no de modo que dejan de usar la justicia contra los criminales cuando es debido. No obra así María, que aunque reina no lo es de justicia, preocupada del castigo de los malhechores, sino reina de la misericordia, atenta únicamente a la piedad y al perdón de los pecadores. Por eso la Iglesia quiere que la llamemos expresamente reina de la misericordia. Reflexionando el gran canciller de París Juan Gerson las palabras de David: «Dos cosas he oído: que Dios tiene el poder y que tuya es, Señor, la misericordia» (Sal 61,12), dice que fundándose el reino de Dios en la justicia y en la misericordia, el Señor lo ha dividido: el reino de la justicia se lo ha reservado para él, y el reino de la misericordia se lo ha cedido a María, mandando que todas las misericordias que se otorgan a los hombres pasen por las manos de María y se distribuyan según su voluntad. Santo Tomás lo confirma en el prólogo a las Epístolas canónicas diciendo que la santísima Virgen, desde que concibió en su seno al Verbo de Dios y le dio a luz, obtuvo la mitad del reino de Dios al ser constituida reina de la misericordia, quedando para Jesucristo el reino de la justicia.
El eterno Padre constituyó a Jesucristo rey de justicia y por eso lo hizo juez universal del mundo. Así lo cantó el profeta: «Señor, da tu juicio al rey y tu justicia al hijo de reyes» (Sal 71,1). Esto también lo comenta un docto intérprete, y dice: Señor, tu has dado a tu Hijo la justicia porque la misericordia la diste a la madre del rey. San Buenaventura, parafraseando también ese pasaje, dice: «Da, Señor, tu juicio al rey y tu misericordia a la madre de él». Así, de modo semejante el arzobispo de Praga, Ernesto, dice que el eterno Padre ha dado al Hijo el oficio de juzgar y castigar, y a la Madre el oficio de compadecer y aliviar a los miserables. Así predijo el mismo profeta David que Dios mismo, por así decirlo, consagró a María como reina de la misericordia ungiéndola con óleo de alegría: «Dios te ungió con óleo de alegría» (Sal 44,8). A fin de que todos los miserables hijos de Adán se alegraran pensando tener en el cielo a esta gran reina llena de unción de misericordia y de piedad para con todos nosotros, como dice san Buenaventura: «María está llena de unción de misericordia y de óleo de piedad, por eso Dios la ungió con óleo de alegría».
San Alberto Magno, muy a propósito, presenta a la reina Esther como figura de la reina María. Se lee en el libro de Esther, capítulo 4, que reinando Asuero salió un decreto que ordenaba matar a todos los judíos. Entonces, Mardoqueo, que era uno de los condenados, confió su salvación a Esther, pidiéndole que intercediera con el rey para obtener la revocación de su sentencia. Al principio, Esther rehusó cumplir ese encargo temiendo el gravísimo enojo de Asuero. Pero Mardoqueo la reconvino y le mandó decir que no pensara en salvarse ella sola, pues el Señor la había colocado en el trono para lograr la salvación de todos los judíos: «No te imagines que por estar en la casa del rey te vas a librar tú sola entre todos los judíos» (Est 4,13). Así dijo Mardoqueo a la reina Esther, y así podemos decir ahora nosotros, pobres pecadores, a nuestra reina María, si por un imposible rehusara impetrarnos de Dios la liberación del castigo que justamente merecemos: No pienses, Señora, que Dios te ha exaltado como reina del mundo sólo para pensar en tu bien, sino para que desde la cumbre de tu grandeza puedas compadecerte más de nosotros miserables y socorrernos mejor.
Asuero, cuando vio a Esther en su presencia, le preguntó con cariño: «¿Qué deseas pedir, reina Esther?, pues te será concedido. Aunque fuera la mitad de mi reino, se cumplirá» (Est 7,2). A lo que la reina respondió: «Si he hallado gracia a tus ojos, ¡oh rey!, y si al rey le place, concédeme la vida -este es mi deseo- y la de mi pueblo -ésta es mi petición» (Est 7,3). Y Asuero la atendió al instante ordenando que se revocase la sentencia.
Ahora bien, si Asuero otorgó a Esther, porque la amaba, la salvación de los judíos, ¿cómo Dios podrá dejar de escuchar a María, amándola inmensamente, cuando ella le ruega por los pobres pecadores? Ella le dice: «Si he encontrado gracia ante tus ojos, rey mío…» Pero bien sabe la Madre de Dios que ella es la bendita, la bienaventurada, la única que entre todos los hombres ha encontrado la gracia que ellos habían perdido. Bien sabe que ella es la amada de su Señor, querida más que todos los santos y ángeles juntos. Ella es la que le dice: «Dame mi pueblo por el que te ruego». Si tanto me amas, le dice, otórgame, Señor, la conversión de estos pecadores por los que te suplico. ¿Será posible que Dios no la oiga? ¿Quién desconoce la fuerza que le hacen a Dios las plegarias de María? «La ley de la clemencia gobierna su lengua» (Pr 31,26). Es ley establecida por el Señor que se use de misericordia con aquellos por los que ruega María.
Pregunta san Bernardo: ¿Por qué la Iglesia llama a María reina de misericordia? Y responde: «Porque ella abre los caminos insondables de la misericordia de Dios a quien quiere, cuando quiere y como quiere, porque no hay pecador, por enormes que sean sus pecados, que se pierda si María lo protege».
Pero ¿podremos temer que María se desdeñe de interceder por algún pecador al verlo demasiado cargado de pecados? ¿0 nos asustará, tal vez, la majestad y santidad de esta gran reina? No, dice san Gregorio, «cuanto más elevada y santa es ella, tanto más es dulce y piadosa con los pecadores que quieren enmendarse y a ella acuden». Los reyes y reinas, con la majestad que ostentan, infunden terror y hacen que sus vasallos teman aparecer en su presencia. Pero dice san Bernardo: ¿Qué temor pueden tener los miserables de acercarse a esta reina de misericordia si ella no tiene nada que aterrorice ni nada de severo para quien va en su busca, sino que se manifiesta toda dulzura y cortesía? «¿Por qué ha de temer la humana fragilidad acercarse a María? En ella no hay nada de austero ni terrible. Es todo suavidad ofreciendo a todos leche y lana». María no sólo otorga dones, sino que ella misma nos ofrece a todos la leche de la misericordia para animarnos a tener suma confianza y la lana de su protección para resguardarnos de los rayos de la divina justicia.
Narra Suetonio que el emperador Tito no acertaba a negar ninguna gracia a quien se la pedía; y aunque a veces prometía más de lo que podía otorgar, respondía a quien se lo daba a entender que el príncipe no podía despedir descontento a ninguno de los que admitía a su presencia. Así decía Tito; pero o mentía o faltaba a la promesa. Mas nuestra reina no puede mentir y puede obtener cuanto quiera para sus devotos. Tiene un corazón tan piadoso y benigno, que no puede sufrir el dejar descontento a quien le ruega. «Es tan benigna -dice Luis Blosio- que no deja que nadie se marche triste». Pero ¿cómo puedes, oh María -le pregunta san Bernardo-, negarte a socorrer a los miserables cuando eres la reina de la misericordia? ¿Y quiénes son los súbditos de la misericordia sino los miserables? «Tú eres la reina de la misericordia, y yo, el más miserable pecador, soy el primero de tus vasallos. Por tanto reina sobre nosotros, oh reina de la misericordia». Tu eres la reina de la misericordia y yo el pecador más miserable de todos; por tanto, si yo soy el principal de tus súbditos, tú debes tener más cuidado de mí que de todos los demás. Ten piedad de nosotros, reina de la misericordia, y procura nuestra salvación.
Y no nos digas, Virgen santa, parece decirle Jorge de Nicomedia, que no puedes ayudarnos por culpa de la multitud de nuestros pecados, porque tienes tal poder y piedad que excede a todas las culpas imaginables. Nada resiste a tu poder, pues tu gloria el Creador la estima como propia, pues eres su madre. Y el Hijo, gozando con tu gloria, como pagándote una deuda, da cumplimiento a todas tus peticiones. Quiere decir que si bien María tiene una deuda infinita con su Hijo por haberla elegido como su madre, sin embargo, no puede negarse que también el Hijo está sumamente agradecido a esta Madre por haberle dado el ser humano; por lo cual Jesús, como por recompensar cuanto debe a María, gozando con su gloria, la honra especialmente escuchando siempre todas sus plegarias.
Cuánta debe ser nuestra confianza en esta Reina sabiendo lo poderosa que es ante Dios, y tan rica y llena de misericordia que no hay nadie en la tierra que no participe y disfrute de la bondad y de los favores de María. Así lo reveló la Virgen María a santa Brígida: «Yo soy -le dijo la reina del cielo y madre de la misericordia- la alegría de los justos y la puerta para introducir los pecadores a Dios. No hay en la tierra pecador tan desventurado que se vea privado de la misericordia mía. Porque si otra gracia por mí no obtuviera, recibe al menos la de ser menos tentado de los demonios de lo que sería de otra manera. No hay ninguno tan alejado de Dios, a no ser que del todo estuviese maldito -se entiende con la final reprobación de los condenados-; ninguno que, si me invocare, no vuelva a Dios y alcance la misericordia». Todos me llaman la madre de la misericordia, y en verdad la misericordia de Dios hacia los hombres me ha hecho tan misericordiosa para con ellos. Por eso será desdichado y para siempre en la otra vida el que en ésta, pudiendo recurrir a mí, que soy tan piadosa con todos y tanto deseo ayudar a los pecadores, infeliz no acude a mí y se condena.
Acudamos, pues, pero acudamos siempre a las plantas de esta dulcísima reina si queremos salvarnos con toda seguridad. Y si nos espanta y desanima la vista de nuestros pecados, entendamos que María ha sido constituida reina de la misericordia para salvar con su protección a los mayores y más perdidos pecadores que a ella se encomiendan. Estos han de ser su corona en el cielo como lo declara su divino esposo: «Ven del Líbano, esposa mía; ven del Líbano, ven y serás coronada… desde las guaridas de leones, desde los montes de leopardos» (Ct 4,8). ¿Y cuáles son esas cuevas y montes donde moran esas fieras y monstruos sino los miserables pecadores cuyas almas se convierten en cubil de los pecados, los monstruos más deformes que puede haber? Pues bien, comenta el abad Ruperto, precisamente de estos miserables pecadores salvados por tu mediación, oh gran reina, te verás coronada en el paraíso, ya que su salvación será tu corona, corona muy apropiada para una reina de misericordia y muy digna de ella.