¡PROCLAMA MI ALMA…!
Frente al Señor, potente y misericordioso, María manifiesta el sentimiento de su pequeñez
Mensaje, 2 de julio de 2007
“Queridos hijos, en el gran amor de Dios, hoy vengo a vosotros para conduciros por el camino de la humildad y de la mansedumbre. La primera estación en este camino, queridos hijos , es la Confesión. Renunciad a vuestro orgullo y arrodillaos delante de mi Hijo. Comprended, hijos míos, que nada tenéis y nada podéis. La única cosa que poseéis es el pecado. Purificaos y aceptad la mansedumbre y la humildad. Mi Hijo hubiera podido vencer por la fuerza pero ha escogido el camino de la mansedumbre, la humildad y el amor. Seguid a mi Hijo y entregadme vuestras manos para que juntos subamos por el monte y venzamos. ¡Os agradezco! ”
Frente al Señor, potente y misericordioso, María manifiesta el sentimiento de su pequeñez: «Proclama mi alma la grandeza del Señor; se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador, porque ha mirado la humillación de su esclava» (Lc 1, 4648). Probablemente, el término griego tapeinosis esta tomado del cántico de Ana, la madre de Samuel. Con él se señalan la «humillación» y la «miseria» de una mujer estéril (cf. 1S 1, 11), que encomienda su pena al Señor. Con una expresión semejante, María presenta su situación de pobreza y la conciencia de su pequeñez ante Dios que, con decisión gratuita, puso su mirada en ella, joven humilde de Nazaret, llamándola a convertirse en la madre del Mesías.
Las palabras «desde ahora me felicitaran todas las generaciones» (Lc 1, 48) toman como punto de partida la felicitación de Isabel, que fue la primera en proclamar a María «dichosa» (Lc 1, 45). E1 cántico, con cierta audacia, predice que esa proclamación se irá extendiendo y ampliando con un dinamismo incontenible. Al mismo tiempo, testimonia la veneración especial que la comunidad cristiana ha sentido hacia la Madre de Jesús desde el siglo I. El Magníficat constituye la primicia de las diversas expresiones de culto, transmitidas de generación en generación, con las que la Iglesia manifiesta su amor a la Virgen de Nazaret.
«El Poderoso ha hecho obras grandes por mí, su nombre es santo y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación» (Lc 1, 46-50).
¿Que son esas «obras grandes» realizadas en María por el Poderoso? La expresión aparece en el Antiguo Testamento para indicar la liberación del pueblo de Israel de Egipto o de Babilonia. En el Magníficat se refiere al acontecimiento misterioso de la concepción virginal de Jesús, acaecido en Nazaret después del anuncio del ángel.
En el Magníficat, cántico verdaderamente teológico porque revela la experiencia del rostro de Dios hecha por María, Dios no sólo es el Poderoso, pare el que nada es imposible, como había declarado Gabriel (cf. Lc 1, 37), sino también el Misericordioso, capaz de ternura y fidelidad para con todo ser humano.
«Él hace proezas con su brazo; dispersa a los soberbios de corazón; derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes; a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos» (Lc 1, 5153).
Con su lectura sapiencial de la historia, María nos lleva a descubrir los criterios de la misteriosa acción de Dios. El Señor, trastrocando los juicios del mundo, viene en auxilio de los pobres y los pequeños, en perjuicio de los ricos y los poderosos, y, de modo sorprendente, colma de bienes a los humildes, que le encomiendan su existencia (cf. Redemptoris Mater, 37).
Estas palabras del cántico, a la vez que nos muestran en María un modelo concreto y sublime, nos ayudan a comprender que lo que atrae la benevolencia de Dios es sobre todo la humildad del corazón. (San Juan Pablo II, 6 de noviembre de 1996)
La alegría verdadera solo se da en la base de las virtudes de la humildad y la mansedumbre.
La humildad disipa todo lo falso, orgulloso y mentiroso que hay en nosotros y que nos hace ciegos y nos permite ver, con el auxilio del Espíritu Santo, la verdad de nosotros mismos, que lejos de desesperarnos, nos regala humillarnos ante el Amor misericordioso de Dios, que nos extiende sus brazos paternales. Y la mansedumbre es la virtud que nos aleja de los ataques de nuestra sensibilidad y soberbia, que nos lleva a la reacción violenta y desproporcionada, de pensamientos, palabras o acciones, que se manifiesta tantas veces en gestos arrogantes, murmuraciones o decisiones que cierran nuestro corazón y nos inundan de tribulación.
Para poder decir y vivir, lo que expresa nuestra amada Madre Santísima: “Proclama mi alma, la grandeza del Señor”, participando de la alegría verdadera y rebosante, tenemos que procurar que el Señor vea nuestra humillación. Para eso, la Reina de la Paz, con gesto materno nos ilumina:
“La primera estación en este camino, queridos hijos, es la Confesión. Renunciad a vuestro orgullo y arrodillaos delante de mi Hijo. Comprended, hijos míos, que nada tenéis y nada podéis. La única cosa que poseéis es el pecado. Purificaos y aceptad la mansedumbre y la humildad.”
Dios nuestro, compadecido del hombre caído has dispuesto redimirnos por la venida de tu Hijo unigénito; concede a quienes confesamos humildemente su encarnación que lleguemos a gozar un día de la compañía de nuestro Redentor. Digamos con el Salmo 23, 7:»Puertas, levanten sus dinteles. Ábranse, puertas eternas, para que entre el rey de la gloria».