Santísima Virgen María del Monte Carmelo

Santísima Virgen María del Monte Carmelo

16 de julio de 2024 0 Por Gospa Chile

«Le han dado la gloria del Líbano, el esplendor del Carmelo y del Sarón» (Is 35,2).


El profeta de Israel, Elías (IX sec. BC), viviendo en el Monte Carmelo, tuvo una visión de la venida de la Virgen, levantándose como una pequeña nube, de la tierra a la montaña, trayendo lluvia y salvando a Israel de la sequía.

La fiesta de Nuestra Señora del Monte Carmelo es una de las celebraciones marianas más populares y más queridas en el pueblo de Dios. Casi espontáneamente nos traslada a la tierra de la Biblia, donde en el siglo XII un grupo de ermitaños comenzó a venerar a la Virgen en las laderas de la cordillera del Carmelo. De este pequeño grupo de hermanos, reunidos junto a la fuente de Elías, nacerá lo que hoy es la Orden de los Carmelitas, consagrada a la Virgen del Monte Carmelo, Madre del Señor. En la Escritura se hace referencia muchas veces a la vegetación exuberante del sagrado monte del Carmelo (cf. Is 35,2; Cant 7,6; Am1,2), ligado desde antiguo a la experiencia de Dios a través de la vida y el ministerio del profeta Elías (1Re 18,19-46). La frondosidad y la belleza del Carmelo evocaban aquella otra belleza que adornó siempre a María: su docilidad a la palabra de Dios, su oración callada y su fe inquebrantable. A ella se le pueden aplicar con razón las palabras del profeta Isaías: «Le han dado la gloria del Líbano, el esplendor del Carmelo y del Sarón» (Is 35,2).

El Carmelo Teresiano y la Virgen María

Nuestra Señora del Monte Carmelo es venerada y contemplada como modelo de fe y de oración. Los frailes y monjas carmelitas, los laicos del Carmelo Seglar y cuantos se sienten unidos espiritualmente a la gran familia del Carmelo, la acogen como su madre y hermana, constante inspiradora de una contemplación fuerte y fecunda, centrada en la obediencia fiel a la Palabra de Dios.

Para la Virgen María es «la Madre Sacratísima» que «estaba siempre firme en la fe» (6 Moradas 7,14), llena de «tan gran fe y sabiduría» que siempre aceptó en su vida los caminos de Dios, escuchando humildemente la Palabra (cf. Conceptos del Amor de Dios 6,7).

Para San Juan de la Cruz María fue siempre dócil a los impulsos del Espíritu Santo, pues «nunca tuvo en su alma impresa forma alguna de criatura, ni por ella se movió, sino siempre su moción fue por el Espíritu Santo» (3 Subida 2,10). María, que «guardaba todas las cosas y las meditaba en su corazón» (Lc 2,19) y que vivió siempre unida en la fe y el amor con Cristo su Hijo, es modelo e ideal evangélico para todos los carmelitas. La celebración de santa María del Carmelo es la fiesta en la que la Orden de los carmelitas y cuantos viven unidos al Carmelo reconocen a María como «modelo acabado del espíritu de la Orden» (Constituciones OCD, 49) y fuente de protección y auxilio en Cristo en medio de las adversidades de la vida, de lo cual es un signo elocuente el escapulario del Carmen.

Un grupo de ermitaños, «Hermanos de la Santísima Virgen María del Monte Carmelo», construyó una capilla dedicada a la Virgen en el Monte Carmelo. Los monjes carmelitas también fundaron monasterios en el oeste.

El 16 de julio de 1251, la Virgen, rodeada de ángeles y con el Niño en sus brazos, se apareció ante el primer Padre General de la Orden, S. Simone Stock, a quien dio el «Escapulario» con el «Privilegio de Sabbath», es decir, la promesa de salvación del infierno, para quienes lo visten y la liberación de los penales del Purgatorio el sábado siguiente a su muerte.
En las «Crónicas de Carmelo» se reportan numerosos prodigios auténticos relacionados con el «Escapulario», entre ellos:
En el comienzo del 20o segundo. , en Ashtabula (Ohio), un hombre que cruzó imprudentemente un paso a nivel fue literalmente cortado por la mitad. Para sorpresa general, permanece vivo y reclama ayuda de un sacerdote; este último llega y escucha la confesión del hombre que permaneció consciente durante tres cuartos de hora. Después de recibir la unción extrema, este pecador, reconciliado «in extremis» con Dios, muere en paz. En su pecho se encontró el «Escapulario».
El «Escapulario» salva de nuevo a un sacerdote francés que fue alcanzado con una bala mientras celebraba la misa. Milagrosamente, el «Escapulario» actuó como un escudo cuando la bala fue encontrada pegada a él.
S también. Alfonso María de’ Ligorio y Don Bosco llevaron el «Escapulario» y, en ambos casos, en su reanudación a los fines de los procesos de beatificación, sus cuerpos quedaron reducidos a polvo mientras que los «Escapulario» permanecieron intactos (el «Escapulario» de S. Alfonso se exhibe en el Monasterio S. Alfonso de Roma).
S. Pío X (Giuseppe Sarto, 1903-1914), con el decreto “Cum Sacra” de 16 de diciembre de 1910, otorgó a la facultad para reemplazar el «Escapulario» de tela (lana) con una medalla debido al rápido deterioro de la tela en los países calientes. Esta concesión se ha ampliado más tarde a todo el mundo. La medalla (bendecida según una fórmula de bendición carmelita) debe tener a Nuestro Señor mostrando su corazón en un lado y a la Virgen María del Monte Carmelo en el otro.

Comentario a las lecturas bíblicas de la Misa

1 Re 18, 42-45

Gal 4, 4-7

Jn 19, 25-27

La primera lectura (1 Re 18,42-45) pertenece al llamado «ciclo de Elías», antigua colección de historias de este profeta que dejó una impronta imborrable en la memoria del pueblo de Dios. Elías (en hebreo: «Eliyaju = «Yahvéh es mi Dios») es el gran profeta de la fe y del celo por la gloria de Dios. En la época de Elías el pueblo vivía en una situación extrema de confusión religiosa, a tal punto que había llegado a seguir a Baal, un dios extranjero de la fecundidad, al que consideraban la verdadera fuente de los bienes de la naturaleza, que enviaba la lluvia y el rocío para fertilizar a la madre tierra. El profeta Elías, para probar que sólo Yahvéh controla la naturaleza, había jurado que no habría lluvia ni rocío si no cuando él lo ordenara con su palabra profética (1 Re 17,1). Después de algunos años de sequía y gracias al ministerio de Elías el pueblo había vuelto a reconocer al verdadero Dios (1 Re 18,20-40). Cuando el pueblo se convierte, Dios está dispuesto a dar la lluvia de nuevo. Elías entonces invita al rey Ajab a «comer y beber» (1 Re 18,41), es decir, lo invita a hacer fiesta porque el pueblo ha vuelto a su Dios y el Señor mandará otra vez el agua sobre la tierra: «Sube, come y bebe porque ya se oye el ruido de una lluvia torrencial» (1 Re 19,41). Probablemente Ajab había estado ayunando por largo tiempo, a causa de la sequía, como signo de luto y penitencia, según la costumbre que se seguía en tiempo de calamidades (cf. Joel 1,14). Por su parte, el profeta sube a la cima del Carmelo. Las siete veces que manda a su criado a observar el mar para ver algún signo de lluvia, indican la seguridad que tiene en la palabra que Dios había pronunciado: «Yo voy a hacer llover sobre la tierra» (1Re 18,1). Mientras el criado va a mirar, Elías ora «postrado rostro en tierra con el rostro entre las rodillas» (1 Re 18,42). A la séptima vez, el criado le dijo: «Sube del mar una nube pequeña como la palma de una mano» (1 Re 18,44). Finalmente llega el signo que el profeta esperaba. Le basta una pequeña nubecilla para intuir que Dios enviará la lluvia sobre la tierra y así se lo hace saber al rey diciéndole: «vete, antes que la lluvia te lo impida» (1 Re 18,44). En aquel momento, «el cielo se oscureció con nubes, sopló el viento y cayó agua en abundancia» (1 Re 18,45). Elías entonces corre delante de Ajab, como hacían los caballeros delante del rey para anunciar la victoria; solamente que aquí la victoria no ha sido del rey, sino de Dios, de Elías y del pueblo. El final de la sequía había dejado en claro que Yahvéh era el único Dios, fuente de la fecundidad y de la bendición, y cuyo poder alcanza a toda la naturaleza.

«Sube del mar una pequeña nube» (1 Re 18, 44)

Desde los orígenes del Carmelo esta lectura ha sido interpretada en clave mariana. Se trata de una interpretación que, aunque no responde al sentido literal del texto, se sirve alegóricamente de aquel acontecimiento para contemplar la vocación y el misterio de la Madre del Señor. Aquella pequeña nube, contemplada por Elías como presagio de la bendición de la lluvia, ha sido vista como un signo de María. Ella, la pequeña «sierva del Señor» (Lc 1,38), pequeña y fecunda como la nubecilla del Carmelo, con su fe y su disponibilidad al proyecto salvador de Dios ha representado para la humanidad un nuevo inicio en la historia de la salvación. En ella, «pequeña nube» elegida desde siempre por Dios, se ha escondido el Verbo eterno para dar la vida al mundo. En la tierra de la Biblia, además, la lluvia era una expresión privilegiada de la bendición divina y aparecía íntimamente ligada al don de la tierra. Por eso la lluvia del Carmelo también evoca la figura de María: ella es, en efecto, la «llena de gracia» (kejaritoméne) (Lc 1,28), la «bendita entre las mujeres» (Lc 1,42). María es, en efecto, un sacramento de la bendición divina y un pequeño signo de Dios, que en ella «ha hecho grandes cosas» (Lc 1,49). Dios ha mostrado en ella su amor benevolente, haciéndola digna morada del Mesías, Hijo de Dios, «fruto bendito de su vientre».

La segunda lectura (Gal 4,4-7) hace referencia a la Madre de Jesús sólo en forma indirecta. Pablo afirma: «Cuando llegó la plenitud de los tiempos, Dios envió a su propio Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la ley…» (Gal 4,4).

«Nacido de una mujer…» (Gal 4,4)

El texto en primer lugar evoca la larga historia de las intervenciones salvadoras de Dios en «el tiempo» de la humanidad. Cuando el Padre envía a su Hijo al mundo, llega «la plenitud del tiempo», el punto culminante de la historia salvífica. Es en este momento decisivo y pleno de la redención cuando Pablo menciona el nacimiento de Cristo en la carne («nacido de una mujer»). Esta mujer es María, colocada en el mismo centro del proyecto salvador de Dios. En ella, el Mesías—Hijo de Dios llega a ser verdadero «hermano» nuestro (Heb 2,11), compartiendo nuestra propia carne y sangre (Heb 2,14).

En el evangelio (Jn 19,25-27), junto a la cruz de Jesús aparece congregada simbólicamente la Iglesia, representada por «su Madre» y por «el discípulo a quien amaba» (19,25-27). María es figura de Sión, que reúne y engendra a sus hijos. De Sión—Jerusalén, que después del exilio recibía a sus hijos dentro de sus muros y en torno al templo, había dicho antiguamente el profeta: «¿Sin estar de parto ha dado a luz, ha tenido un hijo sin sentir dolor. ¿Quién oyó jamás cosa igual? ¿Quién vio nada semejante? ¿Nace un país en un solo día? ¿Se da a luz un pueblo de una sola vez? Pues apenas sintió los dolores, Sión dio a luz a sus hijos» (Is 66,8). Al pie de la cruz, en lugar de Jerusalén, aparece ahora María, madre de los hijos de Dios dispersos, reunidos ahora por Jesús (Jn 11,52), verdadero «templo» de la nueva alianza (Jn 2,21). María es la nueva Jerusalén—madre, la Hija de Sión a la que el profeta decía: «Levanta la vista y mira a tu alrededor, todos se reúnen y vienen a ti; tus hijos llegan de lejos, a tus hijas las traen en brazos» (Is 60,4). Ahora es Jesús, quien dirigiéndose a su madre, le dice: «He allí a tu hijo». A imagen de Jerusalén—madre, María es la madre universal de los hijos de Dios, congregados en Cristo, principio de la nueva humanidad.

«Ahí tienes a tu madre…» (Jn 19,27)

Jesús luego se dirige al discípulo y le dice: «He allí a tu madre». El discípulo «a quien Jesús tanto amaba» (Jn 19,26) es imagen del creyente de todos los tiempos. Por eso las palabras de Jesús hacen que la maternidad de María alcance una dimensión eclesial que se extiende a todos aquellos que siguen con fidelidad hasta la cruz. El discípulo acoge a la Madre de Jesús como algo suyo. «Desde aquella hora, el discípulo la acogió entre sus cosas propias» (literalmente en griego: eis ta idia, que no es simplemente «en su casa», como leemos en tantas traducciones). Cada vez que Juan utiliza la expresión eis ta idia le da a la frase un valor existencial y personal. Se trata de las cosas propias de alguien, de personas o cosas de inmenso valor para él (cf. Jn 8,44; 10,4; 16,32; etc.). Las «cosas propias» del discípulo son sus bienes espirituales, sus valores más profundos en la fe, entre los cuales hay que incluir la palabra de Jesús (Jn 17,8), la paz que el mundo no puede dar (Jn 14,27), el don del Espíritu (Jn 20,22); etc. Entre esos bienes propios del discípulo ahora aparece también María. La Madre del Señor pasa a ser parte del tesoro más preciado del discípulo creyente. Cuando ha llegado la Hora, al pie de la cruz nace la nueva familia de Jesús, símbolo de la iglesia de todos los tiempos: «su Madre y sus hermanos», (cf. Mc 3,31-35).

María es…

María es la nueva tierra que Dios fecunda con su Espíritu (Lc 1,35a; Gen 1,2; Ez 37,14; Sal 104,30), es el nuevo tabernáculo de la alianza, cubierto con la sombra del Omnipotente (Lc 1,35b; Ex 40,34; Sal 91,1; 121,5); el nuevo Israel que dialoga con Dios y cumple su alianza para siempre (Lc 1,34.38; Ex 19,8; Jos 24,24). María es mujer de nuestra historia, abierta a Dios y a los hombres, que ha realizado plenamente su vida en actitud de gratuidad, en honda entrega por los otros.

Dios se ha expresado a sí mismo en la vida de María, en la que descubrimos su misterio de amor, su comunión perfecta. En ella, «pequeña nube del Carmelo», «lluvia fecunda de bendición» para la humanidad entera, descubrimos que Dios es Padre porque engendra a Jesucristo, su Hijo, en sus entrañas santísimas. Sabemos que es Hijo porque nace como hijo de mujer en medio de la historia. Y sabemos que es Espíritu de vida, comunión de amor que actúa, que se vuelve cercanía entre nosotros. Acojamos también nosotros a María, madre del Señor y madre nuestra. Ella es nuestro modelo en el seguimiento de Cristo, nuestro auxilio y protección en las adversidades de la vida. Verdadera madre de la Iglesia y de cada uno de los discípulos de Jesús.