
Ven Espíritu Santo. Eucaristía e inhabitación
Taller sobre el Espíritu Santo para Gospa Chile
La presencia real de Cristo en la eucaristía tiene como fin asegurar la presencia real de Cristo en los justos por la inhabitación.
N° 10 El Gozo
Jesucristo en la eucaristía causa en los fieles la inhabitación de la Trinidad. «Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. Así como vivo yo por mi Padre, así también el que me come vivirá por mí» (Jn 6,51-57). La eucaristía, pues, es para la inhabitación. La presencia real de Cristo en la eucaristía tiene como fin asegurar la presencia real de Cristo en los justos por la inhabitación.
Incluso puede afirmarse que, bajo ciertos aspectos, la presencia del Señor en los cristianos es aún más excelente que su presencia en la eucaristía. Y esto por varias razones.
1ª.-La eucaristía está finalizada en la inhabitación. El Señor se hace presente en el pan para hacerse presente en los fieles. Por otra parte, la inhabitación hace al cristiano idóneo para la comunión eucarística. Sin aquélla, no es lícito acercarse a ésta.
2ª.-En la eucaristía el pan pierde su autonomía ontológica propia, para convertirse en el cuerpo de Cristo: ya no hay pan, sólo queda su apariencia sensible. Pero en la inhabitación el prodigio de amor es aún más grande: el Señor se une al hombre profundísimamente, dejando sin embargo que éste conserve su propia ontología, sus facultades y potencias humanas. La inhabitación no hace que el cristiano deje de existir, pero la eucaristía hace que deje de existir el pan.
3ª.-La eucaristía cesará, como todas las sacralidades de la liturgia, cuando «pase la apariencia de este mundo» y llegue a «ser Dios todo en todas las cosas» (1 Cor 7,31; 15,28); pero la presencia de Dios en el justo, la inhabitación, no cesará nunca, por el contrario consumará su perfección en la vida eterna.
4ª.-Corrompidas las especies eucarísticas, por accidente o por el tiempo, cesa la presencia del Señor; en cambio, muerto el cristiano, corrompido su cuerpo en el sepulcro, no cesa en él la amorosa presencia del Cristo glorioso y bendito. Sólo el pecado puede destruir la Presencia trinitaria de la inhabitación. Ni siquiera la muerte «podrá arrancarnos al amor de Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro» (Rm 8,35-39).
Espiritualidad de la inhabitación
La vida cristiana es una íntima amistad del hombre con las Personas divinas que habitan en él. Así ha de vivirse y ésa ha de ser su explicación principal. En efecto, la oración, la caridad al prójimo, el trabajo, la vida litúrgica, todos los aspectos y variedades de la gracia creada, han de vivirse y explicarse partiendo de la gracia increada, esto es, de la presencia de Dios en el hombre, presencia constante, activa, benéfica, por la que la misma Trinidad santísima se constituye en el hombre como principio ontológico y dinámico de una vida nueva, divina, sobrenatural, eterna.
((Algunos tratados de Espiritualidad ignoran casi la presencia de Dios en el justo. Pero una espiritualidad que deje en segundo plano el misterio de la inhabitación de la Trinidad en el hombre es falsa, o al menos ha de ser considerada excéntrica, pues no está centrada en lo que realmente es central en el evangelio. Y por lo demás, siempre que la Presencia divina en los cristianos es ignorada u olvidada, la espiritualidad decae inevitablemente en moralismos antropocéntricos de uno u otro signo, y en voluntarismos pelagianos de uno u otro estilo.
Otras veces esas ignorancias u olvidos sobre la inhabitación afectan sólo a las actitudes de algunas personas. Con un ejemplo: una mujer cristiana queda viuda. Sus hijos, ya crecidos, no viven con ella. Se siente sola. Toma una empleada, pero apenas le sirve de compañía, pues es muy callada. Adquiere un perro, muy vivaracho, que suaviza su soledad… A esta mujer «cristiana», por lo visto, un perro le hace más compañía que la Trinidad divina.))
-Dios quiere que seamos habitualmente conscientes de su presencia en nosotros. No ha venido a nosotros como «dulce Huésped del alma» para que vivamos habitualmente en la ignorancia o el olvido de su amorosa presencia. Por el contrario, nosotros hemos «recibido el Espíritu de Dios, para que conozcamos los dones que Dios nos ha concedido» (1Cor 2,12). Y el don mayor recibido en la vida de la gracia es la donación personal que la Trinidad divina ha hecho de sí misma a la persona humana, consagrándola así como un templo vivo suyo.
-La conciencia de nuestra dignidad de cristianos ha de fundamentarse en la inhabitación. El Espíritu Santo actúa quizá en el pecador, pero «todavía no inhabita» en él (Trento 1551: Dz 1678), pues éste no vive en su amistad. Pero el hombre que ama a Dios y guarda sus mandatos, permanece en Dios y es como un cirio encendido en la llama del Espíritu Santo (+Flp 2,15-16).
Por eso entre el pecador y el justo hay un salto ontológico cualitativo, hay una distancia mucho mayor que la existente entre el justo y el bienaventurado del cielo. Entre éstos hay esencial continuidad, pues el justo, ya en este mundo, por la gracia «tiene la vida eterna» (Jn 6,54). En este sentido dice León XIII que la inhabitación es tan admirable que «sólo en la condición o estado, pero no en la esencia, se diferencia de la que constituye la bienaventuranza en el cielo» (enc. Divinum illud munus 9-V-1897, 11: Dz 3331).
((Cuando personas materialistas y ateas hablan de «la dignidad de la persona humana» es inevitable una actitud de desconfianza. ¿En qué consiste la «dignidad» del hombre si no es persona, si no es imagen de Dios, si sólo es un animal con un cerebro especialmente evolucionado? La antropología materialista ha tomado del cristianismo gran parte de su terminología y algunas precarias formas de veneración al hombre, pero ha desechado los fundamentos religiosos de esa terminología y de esa actitud.
Sin referencia alguna a valores transcendentes, ¿por qué los locos o los deformes o los enfermos irrecuperables, o simplemente los miserables ignorantes, hombres pobres, lastres sociales, merecen algún respeto? Sin la fundamentación religiosa de la dignidad del hombre ¿qué objeción seria puede ponerse al aborto, a la eutanasia, o a los más variados experimentos eugenésicos para «mejorar la especie», purificando a la humanidad de las «razas inferiores»? ¿Por qué los ricos han de solidarizarse con los pobres para elevar su condición humana? ¿Por qué no recurrir a una invasión, a una buena guerra, cuando con ella se podrían arreglar rápidamente no pocos problemas mundiales? O viniendo a casos concretos, ¿por qué, por ejemplo, no acelerar una herencia urgente por la discreta eliminación de un viejo enfermo e inútil que no acaba de morirse?…
No hay manera de fundamentar la dignidad del hombre de modo absoluto e inviolable si se suprime su relación a Dios, que es su origen, su fin y su fundamento.))
-El horror al pecado surge en la medida en que se cree en la inhabitación. San Pablo, por ejemplo, cuando quería apartar a los corintios del vicio de la fornicación, que abundaba en ellos (1Cor 5,1), les recordaba ante todo que eran templos de Dios: «¿No sabéis que sois templos de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? Si alguno profana el templo de Dios, Dios le destruirá a él, porque el templo de Dios es santo, y ese templo sois vosotros» (3,16-17). El Apóstol estas altas consideraciones no a cristianos de excelsa vida espiritual, sino a cristianos carnales, principiantes, llenos de deficiencias (3,1-3).
-La oración continua equivale a vivir siempre en la presencia de Dios. Es, pues, una permanente conciencia de la inhabitación trinitaria. Con razón suele llamarse a esta oración de todas las horas «guardar la presencia de Dios». Así es como se hace posible que todas y cada una de las acciones de la vida diaria se transformen «una ofrenda permanente», hecha a Dios continuamente en el altar del propio corazón.
-También la humildad nace de esa conciencia de la inhabitación. Ella nos hace entender que son las Personas divinas las que en nosotros tienen la iniciativa y la fuerza para todo lo bueno que hagamos. Un cristiano sólo podrá envanecerse por algo si olvida la presencia activa de Dios en él. Entonces será tan necio como un cuerpo que pensara hacer las obras del hombre sin el alma, y que sólo a sí mismo se atribuyera el mérito de tales obras.
San Ireneo dice: «El hombre perfecto está compuesto de tres elementos: cuerpo, alma y Espíritu Santo. El único que salva e informa es el Espíritu Santo» (Adversus hæreses V, 9,1-2; +Rivera 47).
-El amor a la Iglesia crece en nosotros cuando comprendemos que la gracia suprema de la inhabitación se nos da por ella y en ella. En efecto, la Presencia divina no se nos da como algo privado, sino como algo que es estrictamente personal y al mismo tiempo comunitario y eclesial.
-Comprendemos también la necesidad de la abnegación del hombre viejo y carnal en nosotros, si nos damos cuenta de que estamos llamados a pensar, querer, sentir, hablar y obrar desde la Trinidad divina que habita en nosotros, y no desde la precariedad miserable de nuestro yo carnal.
-Nunca nos falta la alegría si somos conscientes de la presencia de Dios en nosotros. Nos alegramos, nos alegramos siempre en el Señor (Flp 4,4).
-En fin, la conciencia del misterio de la inhabitación acrecienta en el cristiano la interioridad personal, librándole de un exteriorismo consumista, trivial y alienante. Nos hace experimentar la verdad de aquella palabra de Cristo: «el reino de Dios está dentro de vosotros» (Lc 17,21). Nos hace obedientes a la exhortación de San Juan de la Cruz: «Atención a lo interior» (Letrilla 2). No quiere este santo que el hombre se vacíe de sí mismo, proyectándose siempre hacia fuera. Eso es justamente lo que nos aliena de Dios.
«Todavía dices: «Y si está en mí el que ama mi alma ¿cómo no le hallo ni le siento?» La causa es porque está escondido y tú no te escondes también para hallarle y sentirle; porque el que ha de hallar una cosa escondida, ha de entrar tan a lo escondido y hasta lo escondido donde ella está, y cuando la halla, él también está escondido como ella. Tu Esposo amado es «el tesoro escondido en el campo» de tu alma» (Cántico 1,9).
Para el místico Doctor la «disipación» crónica de los cristianos es un espanto, una tragedia, es algo indeciblemente lamentable. «Oh, almas creadas para estas grandezas y para ellas llamadas ¿qué hacéis, en qué os entretenéis? vuestras pretensiones son bajezas y vuestras posesiones miserias. ¡Oh miserable ceguera de los ojos de vuestra alma, pues para tanta luz estáis ciegos y para tan grandes voces sordos, no viendo que, en tanto que buscáis grandezas y glorias, os quedáis miserables y bajos, de tantos bienes hechos ignorantes e indignos!» (39,7).