La Presentación de María en el Templo
¿Cómo vivió María su juventud? ¿Por qué en ella se hizo posible lo imposible?
Mensaje, 25 de noviembre de 1997
“¡Queridos hijos! Hoy día los invito a que comprendan su vocación cristiana. Hijitos, yo los he guiado y los estoy guiando a través de este tiempo de gracia, para que lleguen a ser conscientes de su vocación cristiana. Los santos mártires morían testimoniando: Yo soy cristiano y amo a Dios por sobre todas las cosas! Hijitos, también hoy día los invito a regocijarse y a ser cristianos gozosos, responsables y conscientes de que Dios los ha llamado de manera especial a fin de que sean manos gozosamente tendidas hacia aquellos que no creen y para que con su ejemplo de vida, ellos reciban la fe y el amor hacia Dios. Por tanto, oren, oren, oren, para que su corazón se abra y se haga sensible a la palabra de Dios. ¡Gracias por haber respondido a mi llamado! ”
¿Cómo vivió María su juventud? ¿Por qué en ella se hizo posible lo imposible?
Nos lo revela ella misma en el cántico del Magníficat: Dios «ha puesto los ojos en la humildad de su esclava» (Lc 1,48).
Dios aprecia en María la humildad, más que cualquier otra cosa. Y precisamente de la humildad nos hablan las otras dos lecturas de la liturgia de hoy. ¿No es una feliz coincidencia que se nos dirija este mensaje precisamente aquí, en Loreto? Aquí, nuestro pensamiento va naturalmente a la Santa Casa de Nazaret, que es el santuario de la humildad: la humildad de Dios, que se hizo carne, se hizo pequeño; y la humildad de María, que lo acogió en su seno. La humildad del Creador y la humildad de la criatura.
De ese encuentro de humildades nació Jesús, Hijo de Dios e Hijo del hombre. «Cuanto más grande seas, tanto más debes humillarte, y ante el Señor hallarás gracia, pues grande es el poderío del Señor, y por los humildes es glorificado», nos dice el pasaje del Sirácida (Si 3,18-20); y Jesús, en el evangelio, después de la parábola de los invitados a las bodas, concluye: «Todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado» (Lc 14,11).
Esta perspectiva que nos indican las Escrituras choca fuertemente hoy con la cultura y la sensibilidad del hombre contemporáneo. Al humilde se le considera un abandonista, un derrotado, uno que no tiene nada que decir al mundo. Y, en cambio, este es el camino real, y no sólo porque la humildad es una gran virtud humana, sino, en primer lugar, porque constituye el modo de actuar de Dios mismo. Es el camino que eligió Cristo, el mediador de la nueva Alianza, el cual, «actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz» (Flp 2,8).
(Benedicto XVI, Homilía del 2-IX-07 en Loreto)