«No me cansaba la repetición del «avemaría»»
El conocido escritor francés comunista convertido, André Frossard, publicó en 1976 un libro titulado: Existe otro mundo…
Escapando de todo conformismo, sin burlarse de los sacerdotes, ni de las devociones, ni de las imágenes piadosas, contempla a la Virgen María en su deslumbrante pureza y escribe (páginas 45 y 46):
«El Avemaría es cuestionada incluso por predicadores que creerían con más facilidad en los hombrecitos verdes del planeta Marte que en los ángeles… Cuántas veces se nos ha advertido ante los excesos de una devoción cuyo efecto sosegador nos complace describir y burlarnos de sus manifestaciones, como si el siglo se dejara llevar por ilusiones místicas o como si tuviera sentido mofarse de tanta miseria y sufrimiento, que una cuenta del rosario, ese germen de esperanza que se sostiene entre los dedos apretados, no haya retirado del mundo…»
De este ardiente converso, iluminado por la gracia, retengamos las siguientes líneas; «Por la tarde, entre dos pisos encerados [André Frossard era soldado], recé mi Rosario, que me pareció corto. No me canso de repetir esos ‘Dios te salve’ que se vuelven maravillosamente exploratorios cuando los dejas ir a su destino en lugar de retenerlos con tu rosario como si los llevaras con una correa».
Cuando el 8 de julio de 1935 André Frossard franqueó la puerta de una capilla de la calle Ulm (París),creía que la religión era una superstición propia de épocas pasadas. Sólo entró para buscar a un amigo con el que había quedado para almorzar. Salió cinco minutos después convertido al catolicismo, abrazado a una fe que le acompañaría durante los 60 años que le quedaban por vivir.
¿Qué pasó durante esos cinco minutos? Hemos de reconocer que nada. Entró y escuchó a unas señoras, quizás monjas–se dijo–, recitando algo. Repasó el entorno para ver dónde se había metido su amigo, y entonces… ¿qué? Nada; al menos nada que se pueda describir. Frossard lo compara con un paseante que al doblar una esquina, en lugar de encontrar la consabida calle, tropezara con un mar infinito cuyas olas rompieran contra las fachadas de los edificios. Ahora bien, eso no es más que una imagen.
Lo que en realidad pasó fue que, de un momento a otro, y vaya usted a saber por qué, Dios evidenció su existencia a un joven que fortuitamente había entrado en una capilla. En un pestañeo y sin motivo aparente, el incrédulo se siente resquebrajado y exclama: «Él es la realidad, Él es la verdad». Un flechazo a lo divino, un fogonazo de certeza, un relámpago por el que Frossard recibe la confirmación de que Dios existe, y que además es Cristo, y que –el colmo ya– le ama con un amor inefable.
¿Cómo fue? ¿Cómo supo de golpe y porrazo todo aquello? Frossard mismo no acierta a concretarlo y lo justifica en su libro ‘Dios existe: yo me lo encontré’ con otra imagen: «El pintor a quien fuera dado entrever colores desconocidos, ¿con qué los pintaría?». El lenguaje naufraga al intentar trasladar una experiencia que es meridiana para quien la sufre pero imposible de trasmitir al resto. Aquí no funcionan los mecanismos del milagro por el que, al acontecer lo inexplicable, se deja entrever la mano de Dios. No, en este caso no sucede nada, nada prodigioso más allá de que a un sujeto concreto Dios mismo le confirma su existencia; y una vez confirmada, ésta se derrama con prodigalidad y lo ilumina todo con una luz más cierta que la del mediodía, que escribió el de Fontiveros.
El padre de André Frossard, uno de los fundadores del Partido Comunista francés, creyó que a su hijo lo habían «hechizado» –imaginen cómo llegó a casa, diciendo qué desatinos–, así que lo llevó al médico. El facultativo, del que se apostilla que era ateo y buen socialista, no tardó en dar un diagnóstico: era la Gracia, dijo, una especie de alucinación religiosa por la que, sin embargo, no había que preocuparse, pues a lo sumo duraría un par de años. Erró a medias: en efecto, era la Gracia, pero duró, como ya saben, 60 años, es decir, lo mismo que duró el propio Frossard, al que aún le dio tiempo de ser editorialista del Paris-Match, escribir una columna diaria en Le Figaro e ingresar en la Academia Francesa en 1987.
En resumen: Dios, que por lo general se muestra discreto –podríamos decir escondido, esquivo, camuflado– en este mundo, se inclina hacia alguien y le da a conocer lo que para el resto es materia de fe. Y esta revelación no es la consecuencia de un proceso ascético, sino un rayo que fulmina de forma gratuita e inmotivada, en este caso, a un joven ateo de extrema izquierda para el que la religión era un cuento fantástico. Pues bien, Dios le pone en la boca una certeza que los demás no cataremos hasta después de la muerte:
«Se darán cuenta, con el mismo asombro que yo experimenté el día de mi conversión –y que todavía me dura– […] que eran fundadas todas las esperanzas cristianas, incluso las más locas, que todavía no lo serán bastante para dar una justa idea de la prodigalidad divina. […] ¿Cómo puede ser eso? Yo no lo sé, lo ignoro por completo, pero sé que lo que digo es verdad«. (Frossard, Preguntas sobre Dios, 188).
Los especialistas llaman a este tipo de conversión «paulina» por el parentesco con lo acaecido a Pablo de Tarso. Según narran los Hechos de los Apóstoles, camino de Damasco, adonde se dirigía para luchar contra la secta cristina, Pablo es derribado por una luz que le deja ciego. «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?». El perseguidor se convierte, recibe el bautismo e inicia una tarea de apostolado y estructuración teológica cuyas consecuencias el lector conoce.
Tal y como Cristo explicó a Nicodemo, Pablo nació por segunda vez sin volver al vientre de su madre. Porque la conversión implica un cambio, una sacudida brutal que primero es destructiva y, acto seguido, creadora.Por su parte, Paul Claudel, poeta y también converso súbito, habló de un «hombre al que se le arrancara la piel para trasplantarla un cuerpo extraño». Pero si quisiéramos abandonar el ámbito metafórico –tan digno siempre de sospecha–, tenemos el caso de Manuel García Morente, destacado filósofo español, quien, tras sufrir una conversión semejante, tuvo incluso que mirarse al espejo para comprobar que seguía siendo el mismo: «Aquel del espejo era otro, el de ayer, el de hace 1.000 años«.
El cristianismo era algo ajeno a la educación de Frossard, aunque su madre, con la que estaba muy unido, procediera del luteranismo. Nada significaban para él las campanas de las iglesias cercanas, escuchadas en las Navidades de su infancia, en la que todos en su casa se vestían con traje de domingo «para no ir a ninguna parte». Por eso resulta extraño lo sucedido a las cinco y diez de la tarde del lunes 8 de julio de 1935, en la capilla de un pequeño monasterio situado en el número 39 de la calle Gay Lussac, en pleno Barrio Latino de París. Frossard, con veinte años, ha quedado con un amigo, André Willemin, que trabaja con él en el diario L’Intransigeant , un periódico inicialmente de izquierdas y que ha derivado hacia el nacionalismo. Willemin es católico practicante, aunque a los quince años perdió la fe. Retornó al cristianismo por una causa, en apariencia insignificante: el haber asistido a una conferencia del filósofo católico Stanislas Fumet. Allí oyó hablar por primera vez de Ernest Hello, un escritor y crítico literario del siglo XIX. Los elogios apasionados de Fumet a la obra de Hello, un místico y apologista cristiano, hicieron recapacitar a Willemin sobre la escasez de sus conocimientos de literatura, pues su vanidad hasta entonces los consideraba extraordinarios. Aquel detalle de humildad le llevó a la necesidad de entrar, por primera vez en muchos años, a rezar en una iglesia.
Sin embargo, Willemin se equivocaba al pensar que el joven Frossard se haría cristiano por razonamientos intelectuales. De hecho, su amigo le ha devuelto, sin apenas comentarios, el libro del filósofo ruso Nikolai Berdiaev, Una nueva Edad Media. Con Frossard no parece servir lo de otros conversos: la lectura de pasajes bíblicos, o de obras de espiritualidad. ¿Dónde está la frase oportuna que deja al otro anonadado? Queda sólo el recurso combinado de la amistad y de la oración, dejando a Dios obrar en el tiempo oportuno.
Aquella tarde de verano, Frossard se impacienta en la calle mientras Willemin ha entrado en la capilla de las Hermanas de la Adoración Reparadora. El edificio no llama la atención por su valor artístico. Es una de tantas manifestaciones del neogoticismo del siglo XIX. Frossard accede al recinto y le resulta bastante gris, pues sus vidrieras apenas reflejan la luz del exterior. La única expresión de colorido es un altar decorado con ramas de flores. Las religiosas cantan Vísperas a dos voces, y en la capilla algunos fieles rezan arrodillados, entre ellos Willemin. Sin embargo, nada de esto despierta el interés de Frossard, que fija su mirada únicamente en una cruz de metal, iluminada por algunos cirios, y termina deteniendo la vista ante el segundo cirio situado a su izquierda.
Todo es gracia, todo es don
Dos palabras vienen entonces a su mente: Vida espiritual. No es una voz ajena la que las pronuncia, y tampoco son una reflexión personal, pues nuestro protagonista ha sido educado en el materialismo. Para Frossard estas palabras se traducirán en una evidencia que se hace presencia de Dios. Son dulzura, aunque no una dulzura pasiva, pues van acompañadas de una alegría inefable y desbordante, similar a la del náufrago, rescatado cuando menos podía esperarlo, o a la de un niño que cae de repente en la cuenta de que, en la vida, todo es gracia, todo es don.
Poco después, en la terraza de un café cercano, Frossard hace ante Willemin una profesión de fe: «Soy católico, apostólico y romano». Ha descubierto que, si el cristianismo es verdad, entonces hay una Verdad. Su alegría nos recuerda a la de la fundadora de las Hermanas de la Adoración Reparadora, la Madre Teresa del Corazón de Jesús: «¡Quién podría expresar lo que siento de felicidad y alegría; me parece estar soñando, y a menudo me estremezco ante la idea de despertarme». Tanto ella como André Frossard experimentaron la presencia de Dios, no en la misma época, pero sí en el mismo lugar.
El propio García Morente relata su conversión en una carta que sería publicada tras su muerte con el título de ‘El «Hecho» Extraordinario’. Al igual que Frossard, el filósofo español estaba alejado de cualquier creencia y acabaría, de forma imprevista, convertido al catolicismo por una experiencia análoga. También ocurrió en París, donde había llegado huyendo de la Guerra Civil española. Seis meses después de su partida, en la madrugada del 30 de abril de 1937, García Morente, como alguien al que hubiesen arrojado desde un avión, cayó en el seno de la Iglesia.
Desde su llegada a París, la obsesión del filósofo fue lograr que sus hijas –era viudo–pudieran salir de España para reunirse con él; no obstante, uno tras otro, sus intentos eran meticulosamente desbaratados. La impotencia empezó a hacer mella en su ánimo y le surgió la idea, «extrañísima en mí, que no era creyente», de que Dios le estaba castigando por haber abandonado a los suyos para salvar el cuello. Por supuesto, al instante descartó la idea por pueril y supersticiosa. Con todo, una intuición, pequeña pero contumaz, se resistió a abandonarlo: «Dijérase que algún poder incógnito, dueño absoluto del acontecer humano, arreglaba sin mí todo lo mío».
Como filósofo reputado que era, intentó pensarlo fríamente. De un lado la razón, que o bien se resistía a cualquier tipo de disposición divina, o bien la adjudicaba a un demiurgo lejano, borroso, casi maquinal; del otro lado la intuición, que una y otra vez le hacía caer en la idea de un Dios que se inclinaba hacia el ser humano. Y el debate fue duro, porque que Dios exista, todavía, pero que no tenga otra cosa que hacer que intervenir en los tejemanejes del hombre… El agotamiento llegó antes que las conclusiones y para distraerse encendió la radio: sonaba ‘La infancia de Jesús’ de Hector Berlioz.
En su mente empezaron a desfilar, en sintonía con la pieza, imágenes de la infancia de Cristo y de su vida pública. Finalmente, al evocar la Pasión, vio que los brazos del Crucificado se extendían y extendían hasta abarcar amorosamente a una muchedumbre. Y todas esas mujeres, hombres y niños empezaron a ascender por el madero, que también crecía y crecía para perderse sobre las nubes, sobre el cielo, hasta desembocar en una luz inenarrable y salvífica. Y García Morente sintió que se quedaba atrás, excluido de aquella multitud redimida. Y entonces comprendió y abrazó lo que antes su pensamiento rehusaba, un hecho escandaloso: «A ningún antiguo, ni siquiera a los judíos, pudo ocurrírsele nunca que a Dios se le pueda amar«. El demiurgo filosófico y abstracto quedó entonces abolido por el Dios que, por amor a su criatura, se había hecho hombre y había sufrido lo indecible por él.