Santa Rosa de Lima
«La niña estaba un día rezando ante una imagen de la Virgen María…»
«Si conociesen los mortales qué gran cosa es la
gracia, qué hermosa, qué noble, qué preciosa…»
La historia cuenta que su madre, al ver que la carita de su bebé se volvía sonrosada y hermosa como una rosa, empezó a llamarla con ese nombre.
Nacida en Lima en 1586 y bautizada con el nombre de Isabel Flores de Oliva, fue la primera mujer americana declarada santa por la Iglesia Católica.
Se dice que la niña estaba un día rezando ante una imagen de la Virgen María y le pareció que el niño Jesús le decía: “Rosa conságrame a mí todo tu amor”. Y en adelante se propuso no vivir sino para amar a Jesucristo.
Al ser tan hermosa, para evitar ser tentación de nadie, se cortó el cabello, se propuso llevar el rostro cubierto con un velo y declaró a su familia que renunciaba a todo matrimonio, por brillante y económicamente conveniente que fuera.
Más adelante conoció a las terciarias dominicas, pidió ser admitida y la aceptaron. Tomó como modelo a la terciaria dominica más famosa, Santa Catalina de Siena, y logró de manera admirable imitarla en muchos aspectos.
Se dice que el demonio la atacaba constantemente. En el templo que lleva su nombre, ubicado en el centro de la ciudad de Lima donde vivió la santa, todavía se exhibe los restos de un árbol limonero seco. Ahí se dice se escondió el demonio que la atormentaba, provocando que el frutal se secara en el acto.
También se conserva una ermita que la misma santa construyó, en donde se recluía por largos períodos de tiempo, durmiendo sobre duras tablas, con un palo por almohada.
Cada 30 de agosto llegan en peregrinación hasta el templo limeño miles de fieles de todas partes del país inca y el mundo.
Es costumbre escribir una carta solicitando la intercesión de Rosa de Lima para recibir infinidad de favores. Las misivas se depositan en un pozo seco, con la esperanza y fe que la santa atenderá los más difíciles pedidos.
El 24 de agosto de 1617, a los 31 años, después de terrible agonía, expiró Rosa de Lima con la alegría de ir al encuentro del amadísimo Salvador.
A despedir a la santa acudieron multitudes. Recibió el homenaje de autoridades eclesiásticas, políticas y el pueblo al que siempre atendió. Después la sepultaron en una de las paredes del templo.
En 1667 fue beatificada por Clemente IX, y canonizada en 1671 por Clemente X.
De los escritos de santa Rosa de Lima:
El salvador levantó la voz y dijo, con incomparable majestad:
«¡Conozcan todos que la gracia sigue a la tribulación.
Sepan que sin el peso de las aflicciones no se llega al
colmo de la gracia. Comprendan que, conforme al acre-
centamiento de los trabajos, se aumenta juntamente la
medida de los carismas. Que nadie se engañe: esta es
la única verdadera escala del paraíso, y fuera de la cruz
no hay camino por donde se pueda subir al cielo!»
Oídas estas palabras, me sobrevino un impetu pode-
roso de ponerme en medio de la plaza para gritar con
grandes clamores, diciendo a todas las personas, de cual-
quier edad, sexo, estado y condición que fuesen:
«Oíd pueblos, oíd, todo género de gentes: de parte de
Cristo y con palabras tomadas de su misma boca, yo os
aviso: Que no se adquiere gracia sin padecer aflicciones;
hay necesidad de trabajos y más trabajos, para conse-
guir la participación íntima de la divina naturaleza, la
gloria de los hijos de Dios y la perfecta hermosura del
alma.»
Este mismo estímulo me impulsaba impetuosamente
a predicar la hermosura de la divina gracia, me angus-
tiaba y me hacía sudar y anhelar. Me parecía que ya no
podía el alma detenerse en la cárcel del cuerpo, sino que
se había de romper la prisión y, libre y sola, con más
agilidad se había de ir por el mundo, dando voces:
«¡Oh, si conociesen los mortales qué gran cosa es la
gracia, qué hermosa, qué noble, qué preciosa, cuántas ri-
quezas esconde en sí, cuántos tesoros, cuántos júbilos y
delicias! Sin duda emplearían toda su diligencia, afanes
y desvelos en buscar penas y aflicciones; andarían todos
por el mundo en busca de molestias, enfermedades y
tormentos, en vez de aventuras, por conseguir el tesoro
último de la constancia en el sufrimiento. Nadie se que-
jaría de la cruz ni de los trabajos que le caen en suerte,
si conocieran las balanzas donde se pesan para repartir-
los entre los hombres.»