Y Tú, ¿qué dices?
“Los escribas y los fariseos le trajeron a una mujer que había sido sorprendida en adulterio y, poniéndola en medio de todos, dijeron a Jesús: “Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. Moisés, en la Ley, nos ordenó apedrear a esta clase de mujeres. Y Tú, ¿qué dices?”
Decían esto para ponerlo a prueba, a fin de poder acusarlo. Pero Jesús, inclinándose, comenzó a escribir en el suelo con el dedo.
Como insistían, se enderezó y les dijo: “Aquél de ustedes que no tenga pecado, que arroje la primera piedra”.
E inclinándose nuevamente, siguió escribiendo en el suelo.
Al oír estas palabras, todos se retiraron, uno tras otro, comenzando por los más ancianos.” (San Juan 8, 1-11)
Esos hombres pedían a Jesús que juzgara a la pecadora pero no para erradicar el mal del mundo, no para hacer más honesta la vida humana, ni para recuperar la dignidad de Israel y toda su estirpe, sino con la finalidad de «ponerlo a prueba» y de impulsarlo a dar un paso en falso. Es tremendamente tristeza escena porque describe con evidencia dramática la neurótica situación de la vida interior de aquello que se tenían por fieles discípulos de la Ley. Al contrario…se acusan a sí mismos como infieles del verdadero espíritu de ley divina, que quiere hacer de los corazones humanos templos de la justicia divina, que es santidad, verdad y misericordia.
La historia caminada hasta ese momento de los descendientes de Abraham, fundamentaban grandemente, una actitud de gran equidad, de ponderación y de prudencia. Sin embargo las conciencias de estos acusadores estaba oscurecida por la envidia, la ambición de poder, la perversión del pensamiento y la hipocresía que quería silenciar el testimonio santo de Jesús. Sus gestos, palabras y humildad ponía en evidencia la suciedad de pensamiento y de vida, de quienes querían ver como Jesucristo reaccionaba ante el aparente poder de la seducción, que ellos no podían vencer con castidad sino que con ira, ya que hacia nula la capacidad de discernimiento. Querían ver a Cristo seducido por la confusión o por el miedo.
La escena está cargada de dramatismo: de las palabras de Jesús depende la vida de esa persona, pero también su propia vida. De hecho, los acusadores hipócritas fingen confiarle el juicio, mientras que en realidad es precisamente a él a quien quieren acusar y juzgar. Jesús, en cambio, está «lleno de gracia y de verdad» (Jn 1, 14): él sabe lo que hay en el corazón de cada hombre, quiere condenar el pecado, pero salvar al pecador, y desenmascarar la hipocresía.
“…Hijos míos, no os desviéis del camino por el que os guío, no corráis imprudentemente hacia la perdición. Que la oración y el ayuno os fortalezcan para que podáis vivir como el Padre Celestial desea…” (Mensaje 2 de Mayo, 2013) dice la Reina de la Paz. Nuestra precipitación es un indicativo de la necesidad de conversión, de una purificación del corazón y de una verdadera batalla contra el desorden de nuestras pasiones. Pero no hay victoria sin el insistente impulso de la gracia, que nos convoca a la oración y el ayuno. Es el Señor quien puede aquietar la tormenta infernal de nuestros juicios, resentimientos y desesperación. Solo ÉL puede escribir de modo auténtico la ley en los corazones, venciendo la mentira de la seducción, la ceguera de la ira y la obstinación de la soberbia.
Por eso Cristo escribía en el suelo. “San Agustín observa que el gesto muestra a Cristo como el legislador divino: en efecto, Dios escribió la ley con su dedo en las tablas de piedra (cf. Comentario al Evangelio de Juan, 33, 5). Jesús, por tanto, es el Legislador, es la Justicia en persona. Y ¿cuál es su sentencia? «Aquel de vosotros que esté sin pecado, que le arroje la primera piedra». Estas palabras están llenas de la fuerza de la verdad, que desarma, que derriba el muro de la hipocresía y abre las conciencias a una justicia mayor, la del amor, en la que consiste el cumplimiento pleno de todo precepto (cf. Rm 13, 8-10).” (Benedicto XVI, 21 de marzo de 2010)
La oración y el ayuno purifican la mente y el corazón, y restauran el auténtico objetivo de la inteligencia y la voluntad, para ordenar el corazón humano en la búsqueda del bien y la verdad. Ese es anhelo del Corazón Materno de María:
“…para que podáis vivir como el Padre Celestial desea, para que seáis mis apóstoles de la fe y del amor, para que vuestra vida bendiga a quienes encontráis, para que seáis uno con el Padre Celestial y mi Hijo. Hijos míos, esta es la única verdad. La verdad que lleva a vuestra conversión, y luego a la conversión de todos los que vosotros encontráis, que no han conocido a mi Hijo, de todos los que no saben qué significa amar.” (Mensaje 2 de Mayo, 2013)
Pidamos a nuestra Madre que nuestra conversión sea constante y verdadera. Que nuestra intención sea continuamente rectificada por la luz del Evangelio, y fortalecida por la virtud de la caridad, y que nuestra recta intención sea siempre purificada por la Cruz cotidiana, la que nos conserva siempre en la humildad y nos aleja de toda hipocresía, juicio temerario y comportamiento intrigante, que tanto daño hacen y terminan haciendo evidente, que aún hay temas pendientes en nuestro interior, y que nos negamos a resolver.