YO NO MUERO, ENTRO EN LA VIDA», ESCRIBIÓ SANTA TERESA DE LISIEUX.

YO NO MUERO, ENTRO EN LA VIDA», ESCRIBIÓ SANTA TERESA DE LISIEUX.

10 de enero de 2024 0 Por Gospa Chile

«Vivir de amor es disipar el miedo, aventar el recuerdo de pasadas caídas. De aquellos mis pecados no veo ya la huella, junto al fuego divino se han quemado.»


Teresa Martin nació en Alençon, Francia, el 2 de enero de 1873. Dos días más tarde fue bautizada en la Iglesia de Nôtre-Dame, recibiendo los nombres de María Francisca Teresa. Sus padres fueron Luis Martin y Celia Guérin, ambos beatos en la actualidad. Tras la muerte de su madre, el 28 de agosto de 1877, Teresa se trasladó con toda la familia a Lisieux.

Con ocasión del Centenario de su muerte, el Papa Juan Pablo II la declaró Doctora de la Iglesia por la solidez de su sabiduría espiritual, inspirada en el Evangelio, por la originalidad de sus intuiciones teológicas, en las cuales resplandece su eminente doctrina, y por la acogida en todo el mundo de su mensaje espiritual, difundido a través de la traducción de sus obras en una cincuentena de lenguas diversas. La ceremonia del nombramiento tuvo lugar el 19 de octubre de 1.997, precisamente en el domingo en el que se celebra la Jornada Mundial de las Misiones.

Teresa Martin nació en Alençon, Francia, el 2 de enero de 1873. Dos días más tarde fue bautizada en la Iglesia de Nôtre-Dame, recibiendo los nombres de María Francisca Teresa. Sus padres fueron Luis Martin y Celia Guérin, ambos santos ya en la actualidad. Tras la muerte de su madre, el 28 de agosto de 1877, Teresa se trasladó con toda la familia a Lisieux.

A finales de 1879 recibió por vez primera el sacramento de la Penitencia. El día de Pentecostés de 1883, recibió la gracia especial de ser curada de una grave enfermedad por la intercesión de Nuestra Señora de las Victorias (la Virgen de la Sonrisa). Educada por las Benedictinas de Lisieux, recibió la primera comunión el 8 de mayo de 1884, después de una intensa preparación, culminada con una fuerte experiencia de la gracia de la íntima comunión con Cristo. Algunas semanas más tarde, el 14 de junio del mismo año, recibió la Confirmación, con plena conciencia de acoger el don del Espíritu Santo mediante una participación personal en la gracia de Pentecostés.

Su deseo era abrazar la vida contemplativa, al igual que sus hermanas Paulina y María, en el Carmelo de Lisieux, pero su temprana edad se lo impedía. Durante un viaje a Italia, después de haber visitado la Santa Casa de Loreto y los lugares de la Ciudad Eterna, el 20 de noviembre de 1887, en la audiencia concedida por el Papa León XIII a los peregrinos de la diócesis de Lisieux, pidió al Papa con filial audacia autorización para poder entrar en el Carmelo con 15 años.

El 9 de abril de 1888 ingresó en el Carmelo de Lisieux. Tomó el hábito el 10 de enero del año siguiente e hizo su profesión religiosa el 8 de septiembre de 1890, fiesta de la Natividad de la Virgen María.

Familia Martin GuerinEn el Carmelo comenzó el camino de perfección trazado por la Madre Fundadora, Teresa de Jesús, con auténtico fervor y fidelidad, y cumpliendo los diferentes oficios que le fueron confiados (fue también maestra de novicias). Iluminada por la Palabra de Dios, y probada especialmente por la enfermedad de su queridísimo padre, Luis Martin, que falleció el 29 de julio de 1894, emprendió el camino hacia la santidad, inspirada en la lectura del Evangelio y poniendo el amor al centro de todo. Teresa nos ha dejado en sus manuscritos autobiográficos no sólo los recuerdos de la infancia y de la adolescencia, sino también el retrato de su alma y la descripción de sus experiencias más íntimas. Descubre y comunica a las novicias confiadas a sus cuidados el camino de la infancia espiritual; recibe como don especial el encargo de acompañar con la oración y el sacrificio a dos hermanos misioneros (el Padre Roulland, misionero en China y el Padre Belliére). Penetra cada vez más en el misterio de la Iglesia y siente crecer su vocación apostólica y misionera para arrastrar consigo a los demás, movida por el amor de Cristo, su Único Esposo.

El 9 de junio de 1895, en la fiesta de la Santísima Trinidad, se ofreció como victima inmolada al Amor misericordioso de Dios. Por entonces escribe el primer manuscrito autobiográfico, que entregó a la Madre Inés el día de su onomástica, el 21 de enero de 1896.

Algunos meses más tarde, el 3 de abril, durante la noche del jueves al viernes santo, sufrió una hemoptisis, primera manifestación de la enfermedad que la llevaría a la muerte, y que ella acogió como una misteriosa visita del Esposo divino. Entró entonces en una prueba de fe que duraría hasta el final de su vida, y de la que ofrece un emotivo testimonio en sus escritos. Durante el mes de septiembre concluye el manuscrito B, que ilustra de manera impresionante el grado de santidad al que había llegado, especialmente por el descubrimiento de su vocación en el corazón de la Iglesia.

Mientras empeora su salud y continúa el tiempo de prueba, en el mes de junio comienza el manuscrito C, dedicado a la Madre María de Gonzaga; entretanto, nuevas gracias la llevan a madurar plenamente en la perfección y descubre nuevas luces para la difusión de su mensaje en la Iglesia, en bien de las almas que seguirán su camino. El 8 de julio es llevada a la enfermería, donde otras religiosas recogen sus palabras, a la vez que se le tornan más intensos los dolores y las pruebas, que soporta con paciencia hasta su muerte, acaecida en la tarde del 30 de septiembre de 1897, a las 19:20 h. «Yo no muero, entro en la vida» había escrito a su hermano espiritual misionero, P. Mauricio Belliére. Sus últimas palabras, «Dios mío, te amo», sellan una vida que se extinguió en la tierra a los 24 años, para entrar, según su deseo, en una nueva fase de presencia apostólica en favor de las almas, en la comunión de los Santos, para derramar una «lluvia de rosas» sobre el mundo (lluvia de favores y beneficios, especialmente para amar más a Dios).

Lluvia de RosasFue canonizada por Pío XI el 17 de mayo de 1925, y el mismo Papa, el 14 de diciembre de 1927, la proclamó Patrona Universal de las Misiones, junto con San Francisco Javier.

Su doctrina y su ejemplo de santidad han sido recibidos con gran entusiasmo por todas las categorías de fieles de este siglo, y también más allá de la Iglesia Católica y del Cristianismo.

Con ocasión del Centenario de su muerte, el Papa Juan Pablo II la declaró Doctora de la Iglesia por la solidez de su sabiduría espiritual, inspirada en el Evangelio, por la originalidad de sus intuiciones teológicas, en las cuales resplandece su eminente doctrina, y por la acogida en todo el mundo de su mensaje espiritual, difundido a través de la traducción de sus obras en una cincuentena de lenguas diversas. La ceremonia del nombramiento tuvo lugar el 19 de octubre de 1.997, precisamente en el domingo en el que se celebraba la Jornada Mundial de las Misiones


«POR QUE TE AMO, MARÍA» de Santa Teresita a la Reina del Cielo

(Poema y comentario)

1 Cantar, Madre, quisiera

por qué te amo.

Por qué tu dulce nombre

me hace saltar de gozo <1> el corazón,

y por qué el pensamiento de tu suma grandeza

a mi alma no puede inspirarle temor.

Si yo te contemplase en tu sublime gloria,

muy más brillante sola

que la gloria de todos los elegidos juntos,

no podría creer que soy tu hija,

María, en tu presencia bajaría los ojos…

2 Para que una hija pueda a su madre querer,

es necesario que ésta sepa llorar con ella,

que con ella comparta sus penas y dolores.

¡Oh dulce Reina mía,

cuántas y amargas lágrimas lloraste en el destierro

para ganar mi corazón, ¡oh Reina!

Meditando tu vida

tal como la describe el Evangelio,

yo me atrevo a mirarte y hasta a acercarme a ti.

No me cuesta creer que soy tu hija,

cuando veo que mueres,

cuando veo que sufres

como yo <2>.

3 Cuando un ángel del cielo te ofrece ser la Madre

de un Dios que ha de reinar eternamente,

veo que tú prefieres, ¡oh asombroso misterio!,

el tesoro inefable de la virginidad.

Comprendo que tu alma, inmaculada Virgen,

le sea a Dios más grata

que su propia morada de los cielos.

Comprendo que tu alma, humilde y dulce valle,

contenga a mi Jesús, océano de amor <3>.

4 Te amo cuando proclamas

que eres la siervecilla del Señor,

del Señor a quien tú con tu humildad cautivas.

Esta es la gran virtud que te hace omnipotente

y a tu corazón lleva la Santa Trinidad.

Entonces el Espíritu, Espíritu de amor,

te cubre con su sombra,

y el Hijo, igual al Padre,

se encarna en ti…

¡Muchos habrán de ser

sus hermanos

pecadores

para que se le llame: Jesús, tu primogénito!

5 María, tú lo sabes: como tú <4>,

no obstante ser pequeña, poseo y tengo en mí

al todopoderoso.

Mas no me asuste mi gran debilidad,

pues todo los tesoros de la madre

son también de la hija,

y yo soy hija tuya, Madre mía querida.

¡Acaso no son mías tus virtudes

y tu amor también mío?

Así, cuando la pura y blanca Hostia

baja a mi corazón,

tu Cordero, Jesús, sueña estar reposando

en ti misma, María.

6 Tú me haces comprender, ¡oh Reina de los santos!,

que no me es imposible caminar tras tus huellas.

Nos hiciste visible

el estrecho camino que va al cielo

con la constante práctica de virtudes humildes.

Imitándote a ti,

permanecer pequeña es mi deseo,

veo cuán vanas son las riquezas terrenas.

Al verte ir presurosa a tu prima Isabel,

de ti aprendo, María,

a practicar la caridad ardiente.

7 En casa de Isabel escucho, de rodillas,

el cántico sagrado, ¡oh Reina de los ángeles!,

que de tu corazón brota exaltado <5>.

Me enseñas a cantar los loores divinos,

a gloriarme en Jesús, mi Salvador.

Tus palabras de amor son las místicas rosas

que envolverán en su perfume vivo <6>

a los siglos futuros.

En ti el Omnipotente obró sus maravillas,

yo quiero meditarlas y bendecir a Dios.

8 A san José, que ignora

el milagro asombroso

que en tu humildad <7> quisieras ocultar,

tú le dejas llorar cerca del tabernáculo

donde se oculta y vela

la divina beldad del Salvador.

¡Oh, cuánto amo, María, tu elocuente silencio!

Es para mí un concierto muy dulce y melodioso,

que canta a mis oídos la grandeza,

y hasta la omnipotencia,

de un alma que su auxilio sólo del cielo espera…

9 Luego, en Belén, os veo, ¡oh María y José!,

rechazados por todos.

Nadie quiere acoger en su posada

a dos pobres y humildes forasteros.

¡Sólo para los grandes tienen sitio…!

Y en un establo mísero, rudo y destartalado,

tiene que dar a luz la Reina de los cielos

a su Hijo Dios.

¡Madre del Salvador,

qué amable me pareces, qué grande me pareces

en tan pobre lugar!

10 Cuando veo al Eterno en vuelto en los pañales

y oigo el tierno vagido del Verbo entre las pajas,

¿podría yo, María, en ese instante,

envidiar a los ángeles?

¡Su Señor adorable es mi hermano querido!

¡Cómo te amo, María, cuando en nuestra ribera

abres para nosotros esa divina Flor!

¡Cómo te amo, Virgen, cuando escuchas

a los simples pastores, y a los magos,

y guardas y meditas todo eso

dentro del corazón!

11 Te amo cuando te mezclas con las demás mujeres

que dirigen sus pasos al templo del Señor.

Te amo cuando presentas al Niño que nos salva

al venerable anciano que le toma en sus brazos.

Al principio yo escucho sonriendo

su cántico, mas pronto sus acentos

hacen correr mis lágrimas.

Hundiendo en el futuro su mirada profética,

Simeón te presenta la espada del dolor.

12 ¡Oh Reina de los mártires, la espada dolorosa

traspasará tu pecho

hasta la tarde misma de tu vida!

Ya te ves obligada

a abandonar el suelo de tu patria

por escapar, huyendo,

del furor sanguinario de un envidioso rey.

Jesús duerme tranquilo

bajo los suaves pliegues de tu velo

cuando José te advierte que hay que partir aprisa.

Y es pronto tu obediencia:

tú partes sin demora y sin razonamientos.

13 En la tierra de Egipto, me parece, ¡oh María!,

que, a pesar de vivir en la suma pobreza,

lleno de gozo y paz vive tu corazón.

¿Qué te importa el destierro? ¿No es, acaso, Jesús

la patria de las patrias, la más bella?

Poseyéndole a él, tú posees el cielo.

Mas en Jerusalén, una amarga tristeza

te envuelve y, como un mar, tu corazón inunda.

Por tres días Jesús se esconde a <8> tu ternura,

y entonces si, sobre tu vida cae

un oscuro, implacable, riguroso destierro.

14 Por fin logras hallarle, y al tenerle,

rompe tu corazón en transporte amoroso.

Y le dices al Niño, encanto de doctores:

«Hijo mío, ¿por qué has obrado así?

Tu padre y yo, con lágrimas, te estábamos buscando».

Y el Niño Dios responde, ¡oh profundo misterio!,

a la Madre querida que hacia él tiende los brazos:

«¿A qué buscarme, Madre? ¿No sabías, acaso,

que en las cosas que son del Padre mío

he de ocuparme ya?»

15 Me enseña el Evangelio que sumiso

a María y José permanece Jesús,

mientras crece en sabiduría.

¡Y el corazón me dice

con qué inmensa ternura a sus padre queridos

él obedece siempre!

Ahora es cuando comprendo el misterio del templo,

las palabras ocultas del amable Rey mío:

Tu dulce Niño, Madre,

quieres que seas tú el ejemplo vivo

del alma que le busca

a oscuras, en la noche de la fe.

16 Puesto que el Rey del cielo quiso ver a su Madre

sometida a la noche,

sometida a la angustia

del corazón <9>,

¿será, acaso, merced sufrir aquí en la tierra?

¡Oh, sí…! ¡Sufrir amando es la dicha más pura <10>!

Puede tomar de nuevo Jesús lo que me ha dado,

dile que por mí nunca se moleste.

Puede, si a bien lo tiene, esconderse de mí,

me resigno a esperarle

hasta que llegue el día sin ocaso

en el que para siempre se apagará mi fe <11>…

17 Yo sé que en Nazaret, Virgen llena de gracia,

viviste pobremente sin ambición de más.

Ni éxtasis ni raptos ni milagros

tu vida hermosearon, ¡Reina de los electos!

Muchos son en la tierra los pequeños,

y ellos pueden alzar, sin miedo, a ti los ojos.

Por el común camino, oh Madre incomparable,

caminas tú, guiándonos al cielo!

18 Vivir contigo quiero, Madre amada,

a la espera del cielo,

seguirte en el destierro día a día.

En tu contemplación yo me hundo absorta,

y de tu inmenso corazón descubro

los abismos de amor.

Tu maternal mirada desvanece mis miedos,

y m enseña a llorar, y me enseña a reír.

Lejos de despreciar las fiestas de la tierra,

las fiestas que son santas,

tú, Madre, las comparte y bendices.

19 Al ver que los esposos de Caná

no pueden ocultar al gran apuro

en que se encuentran por faltarles vino,

con maternal solicitud acudes

al Salvador, tu Hijo,

de su poder divino esperando la ayuda.

Jesús parece rechazar tu súplica

en un primer momento:

«Mujer, ¿qué no importa esto a ti y a mí?»

Mas de su corazón allá en el fondo

madre suya te llama,

y para ti y por ti Jesús realiza

su milagro primero.

20 Te veo un día, Madre, en la colina,

entre los pecadores <12> que escuchan la palabra

de aquel que más nadie

desea recibirles a todos en el cielo.

Alguien dice a Jesús que quieres verle.

Entonces él, Hijo divino tuyo, ante la gente

muestra lo inmensamente que nos ama:

«¿Quién es mi hermano -dice-, quién mi hermana,

y mi madre quién es, sino el que cumple

mi voluntad en todo?»

21 Al escucharle, tú, Virgen inmaculada,

¡oh Madre, la más tierna!,

no te entristeces <13>, antes bien te alegras

de que nos haga comprender entonces

que aquí abajo, en la tierra, nuestra alma

se hace familia suya.

¡Oh, sí, te alegras, Virgen, de que él nos dé su vida,

el tesoro infinito de su divinidad!

¿Cómo no amarte y bendecirte, viendo

en ti tanto amor, tanta humildad?

22 Tú nos amas, María, como Jesús nos ama,

por nosotros aceptas verte alejada de él.

Amar es darlo todo, darse incluso a sí mismo:

quisiste demostrarlo quedando con nosotros

como fuerte y visible ayuda nuestra.

¡Conocía Jesús tus íntimos secretos

y la inmensa ternura

de tu divino corazón de madre!

Te nos dejó a nosotros,

como refugio fiel de pecadores,

cuando, para esperarnos en el cielo,

abandonó la cruz.

23 Te me apareces, Virgen,

en la sombría cumbre del Calvario,

de pie junto a la cruz,

igual que un sacerdote en el altar,

ofreciendo tu Víctima,

tu Jesús amadísimo,

nuestro dulce Emmanuel,

para desenfadar la justicia del Padre.

Un profeta lo dijo, ¡oh Madre desolada!:

«¡No hay dolor semejante a tu dolor!»

¡Oh Reina de los mártires, quedando en el destierro,

prodigas por nosotros

toda la sangre de tu corazón!

24 La casa de san Juan se hace tu único asilo,

de Zebedeo el hijo reemplaza a tu Jesús…

Y es éste ya el último detalle

que nos da el Evangelio <14,

de la Virgen María no vuelve ya a hablar más.

Pero, Madre querida, su silencio profundo

¿acaso no revela

que el Verbo eterno -él mismo- cantar quiere

de tu vida los íntimos secretos,

para gozosa gloria de tus hijos,

los santos moradores de la patria del cielo?

25 Yo escucharé muy pronto esa dulce armonía,

iré muy pronto a verte en , el hermoso cielo.

Tú que viniste a sonreírme, Madre,

en la suave mañana de mi vida,

ven otra vez a sonreírme ahora…,

pues ha llegado ya de mi vida la tarde.

No temo el resplandor de tu gloria suprema <16>,

he sufrido contigo,

y ahora quiero

cantar en tus rodillas, Virgen, por qué te amo

¡y repetir por siempre y para siempre

que yo soy hija tuya…!

La pequeña Teresa…