¡ALELUYA!
«Viviréis, porque yo sigo viviendo», dice Jesús en el Evangelio de San Juan 14, 19
Por Padre Patricio Romero
«…Hoy los invito a vivir con Jesús su vida nueva…» (Mensaje del 25 de abril de 2018)
EI Salvador no quiso dejarnos su testamento hasta la Cruz, un poco antes de morir y allí, antes que nada, lo selló. Su sello no es otro sino ÉI mismo.
Es por eso que el Fuego que viene desde fuera, es decir desde la trascendencia y eternidad de Dios es quien enciende con su fuego a la humanidad que caminó detrás de su Cruz, e inflamando el alma de cada uno, manifestado en el Cirio Pascual que es Cristo Cabeza de la Iglesia que es su cuerpo, conducidos al Altar del Sacrificio, para que en la Eucaristía queden encendido de fuego, luz y vida los corazones de los pecadores y fieles que han acogido, por gracia divina la llamada des Señor.
ÉI aplicó su sello sagrado cuando instituyó el Santísimo y adorabilísimo Sacramento del Altar.
Después hizo su testamento, manifestando sus últimas voluntades sobre la cruz, un poco antes de morir, haciendo a cada hombre coheredero suyo.
Su testamento son las divinas palabras que pronunció sobre la cruz. Me voy a fijar en dos: dice el buen ladrón:»Señor, acuérdate de mi cuando estés en tu Reino»; a lo que Jesús responde: «Hoy estarás conmigo en el Paraíso».
La Pascua del Reino de Dios se ha realizado en Jesús: ofrecida y consumida la Cena, “en la noche en que fue traicionado”; inmolada sobre el Calvario el Viernes Santo, cuando “la tierra se quedó a oscuras”, una vez más de noche recibe la consagración de la aprobación divina, en la resurrección de Cristo Señor: por Juan sabemos que María de Magdala se acercó al sepulcro “mientras estaba aún oscuro”; por tanto, sucedió en las últimas horas de la noche tras el sábado pascual.
La liturgia nos invita a encontrarnos personalmente con el Resucitado y a reconocer su acción vivificadora en los acontecimientos de la historia y de nuestra vida diaria.
Ante Dios, el corazón del hombre que le responde es más grande y más importante que todo el inmenso cosmos material, el cual nos deja, ciertamente, vislumbrar algo de la grandeza de Dios.
En Pascua, y partiendo de la experiencia pascual de los cristianos, debemos dar aún un paso más. El Sábado es el séptimo día de la semana. Después de seis días, en los que el hombre participa en cierto modo del trabajo de la creación de Dios, el Sábado es el día del descanso. Pero en la Iglesia naciente sucedió algo inaudito: El Sábado, el séptimo día, es sustituido ahora por el primer día. Como día de la asamblea litúrgica, es el día del encuentro con Dios mediante Jesucristo, el cual en el primer día, el Domingo, se encontró con los suyos como Resucitado, después de que hallaran vacío el sepulcro y se escuchara el ¡Aleluya!
¡Alleluia: es el grito que expresa esta alegría pascual!
La exclamación que resuena todavía en la mitad de la noche de la espera y lleva ya consigo la alegría de la mañana. Lleva consigo la certeza de la resurrección. Lo que, en un primer momento, no han tenido la valentía de pronunciar ante el sepulcro los labios de las mujeres, o la boca de los Apóstoles, ahora la Iglesia, gracias a su testimonio, lo expresa con su Aleluya.
Ese gran momento no nos consiente permanecer fuera de nosotros mismos; nos obliga a entrar en nuestra propia humanidad. Cristo no sólo nos ha revelado la victoria de la vida sobre la muerte, sino que nos ha traído con su resurrección la nueva vida. Nos ha dado esta nueva vida.
He aquí cómo se expresa San Pablo: «¿O ignoráis que cuantos hemos sido bautizados en Cristo Jesús fuimos bautizados para participar en su muerte? Con El hemos sido sepultados por el bautismo para participar en su muerte, para que como El resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una nueva vida» (Rom 6, 3-4).
Jesús era una cosa sola con la vida indestructible, de manera que ésta brotó de nuevo a través de su muerte.
Su muerte fue un acto de amor. En la última Cena, Él anticipó la muerte y la transformó en el don de sí mismo. Su comunión existencial con Dios era concretamente una comunión existencial con el amor de Dios, y este amor es la verdadera potencia contra la muerte, es más fuerte que la muerte. La resurrección fue como un estallido de luz, una explosión del amor que desató el vínculo hasta entonces indisoluble del «morir y devenir». Inauguró una nueva dimensión del ser, de la vida, en la que también ha sido integrada la materia,la realidad humana, nuestra propia historia, nuestras tristezas, penas y dolores, para que liberada del pecado sea transformada, por ese fuego de amor y vida, por esta luz de verdad y eternidad, manifestandose la nueva creación que nace del Costado abierto del Divino Redentor.
Es la liberación de nuestro «yo» de su aislamiento, hasta encontrarse en un nuevo sujeto, es un encontrarse en la inmensidad de Dios y ser trasladados a una vida que ha salido ahora ya del contexto del «morir y devenir». El gran estallido de la resurrección nos ha alcanzado en el Bautismo para atraernos por la vida de la gracia a nuestra propia resurrección.
«Viviréis, porque yo sigo viviendo», dice Jesús en el Evangelio de San Juan 14, 19, a sus discípulos, es decir, a nosotros. Viviremos mediante la comunión existencial con Él, por estar insertos en Él, que es la vida misma. La vida eterna, la inmortalidad beatífica, no la tenemos por nosotros mismos ni en nosotros mismos, sino por una relación, mediante la comunión existencial con Aquél que es la Verdad y el Amor, y que se realiza de modo sublime en la Comunión Eucarística, en la que la vida misma nos sustenta y de abrazar por amor la muerte, nos resucita en el Señor.
La fe necesita ir de nuevo a renovar nuestro bautismo, para reavivar el primer amor con Jesús, su llamada: recordarlo, es decir, literalmente volver a Él con el corazón. Es esencial volver a un amor vivo con el Señor. Jesús no es un personaje del pasado, es una persona que vive hoy. Recordemos hoy cuando Jesús nos llamó, cuando venció nuestra oscuridad, nuestra resistencia, nuestros pecados, cómo tocó nuestros corazones con su Palabra.
Dice la Reina de la Paz:
Mensaje, 25 de abril de 2018
“Queridos hijos! Hoy los invito a vivir con Jesús su vida nueva. Que el Resucitado les dé la fuerza para que sean siempre fuertes en las pruebas de la vida y fieles y perseverantes en la oración, porque Jesús los salvó con sus heridas, y con su Resurrección les ha dado una vida nueva. Oren, hijitos, y no pierdan la esperanza. Que en sus corazones haya alegría y paz, y testimonien la alegría de ser míos. Yo estoy con ustedes y los amo a todos con mi amor materno. Gracias por haber respondido a mi llamado.”
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FELIZ PASCUA DE RESURECCIÓN
Padre Patricio Romero