Corazón Materno de María
«Tú naciste de Ella, tú el solo Cristo, el solo Señor, el solo Hijo, al mismo tiempo Dios y hombre. Mediador entre Dios y los hombres, (…) renovaste lo que estaba destrozado, (…) hiciste a los hombres hijos de Dios. ¿Cuál fue el instrumento de estos infinitos beneficios que sobrepasan todo pensamiento y toda comprensión? ¿No es acaso la que te dio a luz, la siempre Virgen? ¡Qué profunda y llena de riqueza es la sabiduría y la ciencia de Dios, qué insondables son sus designios y qué incomprensibles sus caminos! ¡Oh inmensidad de la bondad de Dios! ¡Oh amor que supera toda explicación!». (San Juan Damasceno)
Por la malicia destructiva y solapada del pecado, todas las cosas se encontraban como muertas, al haber perdido su innata dignidad de servir en su tarea para aquellos que alaban a Dios, para lo que habían sido creadas; todas se encontraban rotundamente aplastadas por la opresión de los ídolos y los placeres y como descoloridas por el abuso que de ellas hacían los servidores de los ídolos, para los que no habíamos sido creados.
Abatidos y denigrados por nuestras obras de iniquidad, construyendo reinos de apariencia robusta pero frágiles como bloques de arcilla en el desierto. Pero la bendición que se derrama como rocío en la tierra resplandece ya en medio de la oscuridad, como la luz de la estrella que conduce a pobres, justos y sabios, y hace brillar el rostro de la doncella de Nazaret, de la Virgen que ha concebido en su virginal vientre al que es el Señor y dador de la vida; Que el Señor haga brillar su rostro sobre ti y te muestre su gracia. Que el Señor te descubra su rostro y te conceda la paz» (Nm 6,24-25).
Son palabras de fuerza, de valor, de esperanza. No de una esperanza ilusoria, basada en frágiles promesas humanas; ni tampoco de una esperanza ingenua, que imagina un futuro mejor sólo porque es futuro. Esta esperanza tiene su razón de ser precisamente en la bendición de Dios que se ha realizado plenamente en una mujer, María, por haber sido destinada a ser la Madre de Dios, y se ha cumplido en ella antes que en ninguna otra criatura, por lo cual es llamada por Isabel y con la anciana esposa de Zacarías, por todos los santos del Antiguo Testamento: Bendita tu entre todas las Mujeres y bendito el fruto de tu vientre Jesús.
Todos los dones, gracias y privilegios excepcionales que le fueron concedidos a María por la divina liberalidad, lo fueron en atención a este hecho colosal e incomprensible: María Madre de Dios. aunque cronológicamente se produjeron anteriormente en ella los admirables privilegios de su concepción inmaculada ,de su plenitud de gracia, etc.— de los que ya hemos hablado— , el hecho más grande y trascendental de la vida de María, que fundamenta y explica todos los demás, es su divina maternidad.
La divina maternidad nos lleva directamente al corazón del misterio cristiano: la insondable verdad de que Jesucristo es a la vez verdadero Dios y verdadero hombre, en quien la naturaleza humana, recibida de su Madre humana, y la naturaleza divina, recibida de su Padre Eterno, se unen en la única persona del Hijo de Dios. La Santísima Virgen María es real y verdaderamente Madre de Dios porque concibió en sus virginales entrañas y dio a luz a la persona de Jesús, que no es persona humana, sino divina.
Por esa Maternidad la Virgen María fue elevada a una relación sin igual con el Verbo de Dios. Relación que ningún otro ser creado, ni angelical ni humano puede alcanzar, ya que María concibió y dio a luz según la carne a la persona misma de Jesús, que no es otra que la persona divina del Verbo de Dios. De ahí que la dignidad, excelencia y poder de nuestra Madre Santísima es incomparablemente superior a la de cualquier otra criatura.
De tanto amor , reconocido por María desde su infancia, solo puede brotar la confianza y la paz, actitud y disposición que permaneció en Ella, durante toda la vida y obra de Jesús, incluso en medio del dolor y la Cruz.
“…Es necesaria mucha humildad y pureza de corazón. Confiad en mi Hijo y sabed vosotros que siempre podéis ser mejores. Mi Corazón materno desea que vosotros, apóstoles de mi amor, seáis pequeñas luces del mundo; que iluminen allí donde las tinieblas desean reinar: que con vuestra oración y amor mostréis el camino correcto, y salvéis almas. Yo estoy con vosotros”. (Mensaje 2 de Junio, 2017)
El evangelio de san Lucas, nos propone contemplar la paz interior de la Madre de Jesús. A ella, durante los días en los que «dio a luz a su hijo primogénito» (Lc 2,7), le sucedieron muchos acontecimientos imprevistos: no solo el nacimiento del Hijo, sino que antes, un extenuante viaje desde Nazaret a Belén, el no encontrar sitio en la posada, la búsqueda de un refugio para la noche; y después el canto de los ángeles, la visita inesperada de los pastores. En todo esto, sin embargo, María no pierde la calma, no se inquieta, no se siente aturdida por los sucesos que la superan; simplemente considera en silencio cuanto sucede, lo custodia en su memoria y en su corazón, reflexionando sobre eso con calma y serenidad. Es esta la paz interior que nos gustaría tener en medio de los acontecimientos a veces turbulentos y confusos de la historia, acontecimientos cuyo sentido no captamos con frecuencia y nos desconciertan.
Ella nos ofrece, ejerciendo esa Maternidad que Cristo nos regaló desde el madero de la Cruz, contenernos y formarnos en la paz del Señor, que no es la misma que promueve o gestiona el mundo.
“¡Queridos hijos! También hoy los invito al abandono total a Dios. Ustedes, queridos hijos, no están conscientes del gran amor con el que Dios los ama. Es por eso que El me permite estar con ustedes, para instruirlos y ayudarlos a encontrar el camino de la paz. Pero ustedes no podrán descubrir este camino si no oran. Por eso, queridos hijos, déjenlo todo y consagren su tiempo a Dios y Dios los recompensará y los bendecirá. Hijitos, no olviden que su vida pasa como una florecilla de primavera, que hoy es maravillosa y de la que mañana no habrá quedado nada. Por eso, oren de tal forma que su oración y su abandono se conviertan en una señal en el camino. Así, su testimonio no será sólo para esta vida sino para toda la eternidad. Gracias por haber respondido a mi llamado! ” (Mensaje 25 de Marzo de 1998)
Atentamente Padre Patricio Romero