Dios lo llena todo. Dios es inmenso.

Dios lo llena todo. Dios es inmenso.

11 de junio de 2024 0 Por Gospa Chile

La gloria esencial del cielo se constituye por tres actos fundamentales: la visión, el amor y el goce beatífico.

Del “El Misterio del más allá” – P. Antonio Royo Marín


La Gloria esencial.

El panorama que hemos contemplado hasta aquí, señores, es verdaderamente magnífico y deslumbrador. Y, sin embargo, todo esto constituye únicamente lo que llamamos en teología la gloria accidental del cielo: la gloria accidental del cuerpo y la gloria accidental del alma. Todavía no os he dicho ni una sola palabra de la gloria esencial. Lo que hemos visto hasta ahora no es más que una antesala; no hemos entrado todavía en el salón del trono. Porque lo que constituye la gloria esencial del cielo es lo que llamamos en teología la visión beatífica, o sea, la contemplación facial, cara a cara, de la esencia misma de Dios.

Imposible, señores, hacer una descripción de la visión beatífica. No tenemos, acá en la tierra, ningún punto de referencia para establecer una semejanza o analogía. Pero a la luz de la teología católica voy a hacer un esfuerzo para daros una idea remotísima, palidísima, de aquella inefable realidad.

Desde niños hemos cantado todos el Himno Eucarístico con aquella preciosa estrofa: “Dios está aquí…”, aludiendo al Sacramento adorable de la Eucaristía. Pero, también desde niños, sabemos todos por el catecismo que Dios está en todas partes. Dios está en la Eucaristía y fuera de ella. En la Eucaristía está de una manera especial –sacramentado–, pero fuera de la Eucaristía está en todo cuanto existe, en todos los seres y lugares de la creación, por esencia, presencia y potencia.

Dios lo llena todo. Dios es inmenso. Está dentro de nosotros y delante mismo de nuestros ojos, pero sin que le podamos ver en este mundo, ¿Sabéis por qué no podemos ver a Dios en este mundo a pesar de que lo tenemos delante de nuestros ojos? Os vais a quedar estupefactos creyendo que os quiero gastar alguna broma. No le vemos, sencillamente porque está la luz apagada. Aun a las dos de la tarde, y a pleno sol, está la luz apagada para ver a Dios. Os voy a explicar este misterio.

Imaginaos el caso de un turista que, en una noche cerrada y oscura, sin luna, con densas nubes que ocultan hasta el débil resplandor de las estrellas, se acerca a la montaña más alta del mundo, el monte Everest, que tiene cerca de nueve mil metros de altura. Y para contemplar aquella inmensa montaña en aquella noche tenebrosa se le ocurriese encender una cerilla. Diríamos todos que se había vuelto loco, porque una cerilla no tiene suficiente luz para iluminar aquella inmensa montaña, la mayor del mundo.

Pues algo parecido, señores, nos ocurre en este mundo con relación a la visión directa e inmediata de Dios. Para iluminar a Dios, la luz del sol es incomparablemente más pequeña y desproporcionada que la de una cerilla para iluminar el monte Everest; ¡sin comparación!

Para ver a Dios, señores, hace falta una luz especial, especialísima, que recibe en teología el nombre de lumen gloriae: la luz de la gloria. Los teólogos que me escuchan saben muy bien que el lumen gloriae no es otra cosa que un hábito intelectivo sobrenatural que refuerza la potencia cognoscitiva del entendimiento para que pueda ponerse en contacto directo con la divinidad, con la esencia misma de Dios, haciendo posible la visión beatífica de la misma. Si Dios encendiese ahora mismo en nuestro entendimiento ese resplandor de la gloria, el lumen gloriae, aquí mismo contemplaríamos la esencia divina, gozaríamos en el acto de la visión beatífica, porque Dios está en todas partes, y si ahora no le vemos es porque nos falta ese lumen gloriae, sencillamente porque está apagada la luz.

¿Y qué veremos cuando se encienda en nuestro entendimiento el lumen gloriae al entrar en el cielo? Es imposible describirlo, señores. El apóstol San Pablo, en un éxtasis inefable, fue arrebatado hasta el cielo y contempló la divina esencia por una comunicación transitoria del lumen gloriae, como explica el Doctor Angélico. Y cuando volvió en sí, o sea, cuando se le retiró el lumen gloriae, no supo decir absolutamente nada (II Cor., XII, 4) porque: “Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el entendimiento humano es capaz de comprender lo que Dios tiene preparado para los que le aman” (I Cor., II, 9).


San Agustín, y detrás de él toda la teología católica, nos enseña que la gloria esencial del cielo se constituye por tres actos fundamentales: la visión, el amor y el goce beatífico:

La visión ante todo. Contemplaremos cara a cara a Dios, y en Él, como en una pantalla cinematográfica, contemplaremos todo lo que existe en el mundo: la creación universal entera, con la infinita variedad de mundos y de seres posibles que Dios podría llamar a la existencia sacándoles de la nada. No los veremos todos en absoluto o de una manera exhaustiva, porque esto equivaldría a abarcar al mismo Dios, y el entendimiento creado ni en el cielo siquiera puede abarcar a Dios. Pero una variedad casi infinita de seres posibles, de combinaciones imaginables, las veremos en Dios maravillosamente. Y, desde luego, veremos todo cuanto existe: la creación universal entera. ¡Qué película cinematográfica! ¡Qué espectáculo tan deslumbrador contemplaremos en la esencia misma de Dios!

Y ese espectáculo fantástico durará eternamente, sin que nunca podamos agotarlo, sin que se produzca en nuestro espíritu el menor cansancio por la continuación incesante de la visión. En este mundo nos cansamos enseguida de todo, porque el espíritu está pronto, pero la carne es flaca y desfallece con facilidad. Imaginaos en este mundo una fantástica película cinematográfica, un grandioso espectáculo que durase ocho días seguidos, sin un momento de descanso. No lo resistiríamos. En este mundo nos cansamos, porque el cuerpo es pesado, necesita descanso, y arrastra en su pesadez al alma.

Pero como en el cielo el cuerpo seguirá en todo las vicisitudes del alma –como os expliqué antes–, no habrá posibilidad alguna de cansancio, y, por lo mismo, no nos cansaremos jamás de contemplar aquel espectáculo maravilloso de variedad infinita. Dad rienda suelta a vuestra imaginación, que os quedaréis siempre cortos. ¡Qué película tan fantástica para toda la eternidad!

El segundo elemento de la gloria esencial del cielo es el amor. Amaremos a Dios con toda nuestra alma, más que a nosotros mismos. Solamente en el cielo cumpliremos en toda su extensión el primer mandamiento de la Ley de Dios, que está formulado en la Sagrada Escritura de la siguiente forma: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas”. Solamente en el cielo cumpliremos este primer mandamiento con toda perfección y, en su cumplimiento, encontraremos la felicidad plena y saciativa de nuestro corazón.

En tercer lugar, señores, en el cielo gozaremos de Dios. Nos hundiremos en el piélago insondable de la divinidad con deleites inefables, imposibles de describir.

¿Habéis presenciado alguna vez, señores, un campeonato de natación en un club náutico? El trampolín se adelanta unos cuantos metros sobre el mar. Y el aspirante a campeón, cuando le dan la señal convenida, se lanza desde el trampolín y se hunde y desaparece bajo el agua. A veces transcurren varios minutos sin que se le vea aparecer por ningún lado, y cuando la gente que está contemplando la prueba desde la orilla comienza a contener con angustia la respiración creyendo que se ha ahogado, que ya no sale a la superficie, allá lejos aparece, por fin, el nadador y comienza a nadar con brazos vigorosos hasta alcanzar la orilla.

Pues algo parecido ocurrirá en el cielo. Ya podéis comprender, señores, que esto es una metáfora, pero una metáfora que encierra una realidad sublime. Nos subirán, por decirlo así, a un gran trampolín, y desde aquella atalaya contemplaremos el océano insondable de la divinidad: aquel mar sin fondo ni riberas, que es la esencia misma de Dios, en el que está condensado todo cuanto hay de placer, y de riquezas, y de alegría, y de belleza, y de bondad, y de amor, y de felicidad embriagadora. Todo cuanto puede apetecer y llenar el corazón humano, pero en grado infinito. Y cuando nos digan: “¿Ves este espectáculo tan maravilloso y deslumbrador? Pues esto no es únicamente para que lo veas, esto no es para que lo contemples a distancia, sino para que lo goces, para que lo saborees, para que te hundas en él”. Y, efectivamente, nos lanzaremos al agua y nos hundiremos en el océano insondable de la esencia divina, y entonces nuestra alma experimentará unos deleites inefables, de los cuales en este pobre mundo no podemos formarnos la menor idea. Estará como embriagada de inenarrable felicidad, casi incómoda a fuerza de ser intensa. Y para colmo de todo nos daremos cuenta que aquella felicidad embriagadora no terminará jamás; durará para siempre, para siempre, para toda la eternidad, mientras Dios sea Dios.

Señores: Estamos a tiempo todavía. A través de Radio Nacional de España me están escuchando millares, quizá millones de españoles. El mundo entero quisiera que me escuchara. Porque este tema del cielo que acabo de resumir brevísimamente es de los más alentadores, de los más estimulantes para decidirse a vivir cristianamente, cueste lo que cueste. ¡Lo que pierden los pobres pecadores, señores! Si alguno, después de haber oído esta conferencia, resiste a la gracia y se vuelve todavía del lado del mundo, del demonio y de la carne, y llega a condenarse para toda la eternidad, estas palabras que estoy pronunciando en estos momentos resonarán trágicamente en sus oídos en el infierno, y se dirá a sí mismo, en medio de una espantosa desesperación: “¡Imbécil de mí, que me lo dijeron a tiempo! ¡Me lo dijeron a tiempo! Pero pudo más aquella mala mujer, pudo más aquel dinero mal adquirido, pudo más aquel odio y aquel rencor. ¡No quise confesarme! Morí impenitente. ¡Imbécil de mí, que me lo dijeron a tiempo! Podría estar ahora mismo en el cielo, embriagado de una felicidad inenarrable. Y ahora estoy condenado para toda la eternidad”.

Señores: Estamos a tiempo todavía. Os hablo en nombre de Cristo. No soy más que un pobre altavoz, un pobre misionero de Cristo. Volveos a Él, que os espera con su infinito amor y misericordia. Cristo os espera con los brazos abiertos. Aunque le hayáis escupido, aunque le hayáis blasfemado, aunque hayáis pisoteado su sangre. Hoy, como en la cima del Calvario, nos mira a todos con infinita compasión y dice: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. “Hoy mismo –si quieres– estarás conmigo en el Paraíso”. Invocad a María, vuestra dulce Madre: “Hijo, ahí tienes a tu Madre”. Evitad la espantosa desesperación eterna, que os haría clamar inútilmente: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” “¡Tengo sed!” Tengo sed de salvar vuestras almas. ¡Venid todos a mi Corazón para que pueda lanzar otra vez mi grito de triunfo: “Todo está cumplido”! Os prometo mi ayuda durante la vida y la gracia soberana de la perseverancia final para que podáis exclamar en vuestros últimos momentos: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”. Con lo cual, vuestra muerte cristiana será para vosotros el término de esta vida de lágrimas y de miseria y la entrada triunfadora en la ciudad de los bienaventurados, donde seréis felices para siempre, para toda la eternidad. Así sea.


(Del “El Misterio del más allá” – P. Antonio Royo Marín)