María y su conocimiento y experiencia de la acción del Espíritu Santo
“Oren para recibir el Espíritu de la verdad”
Mensaje 9 de Junio 1984
“¡Queridos hijos! Mañana por la noche (Fiesta de Pentecostés) oren para recibir el Espíritu de la verdad, en particular ustedes los de la parroquia. Porque les es necesario para que puedan transmitir los mensajes así como son, sin agregar ni quitar nada, tal y como Yo se los doy. Oren para que el Espíritu Santo les infunda el espíritu de oración. Yo, como su Madre, me doy cuenta que ustedes aún oran poco. Gracias por haber respondido a mi llamado! ”
Recorriendo el itinerario de la vida de la Virgen María, el concilio Vaticano II recuerda su presencia en la comunidad que espera Pentecostés: «Dios no quiso manifestar solemnemente el misterio de la salvación humana antes de enviar el Espíritu prometido por Cristo. Por eso vemos a los Apóstoles, antes del día de Pentecostés, «perseverar en la oración unidos, junto con algunas mujeres, con María, la Madre de Jesús, y sus parientes» (Hch 1, 14). María pedía con sus oraciones el don del Espíritu, que en la Anunciación la había cubierto con su sombra» (Lumen gentium, 59).
La primera comunidad constituye el preludio del nacimiento de la Iglesia; la presencia de la Virgen contribuye a delinear su rostro definitivo, fruto del don de Pentecostés.En la atmósfera de espera que reinaba en el cenáculo después de la Ascensión, ¿cuál era la posición de María con respecto a la venida del Espíritu Santo?
El Concilio subraya expresamente su presencia, en oración, con vistas a la efusión del Paráclito: María implora «con sus oraciones el don del Espíritu». Esta afirmación resulta muy significativa, pues en la Anunciación el Espíritu Santo ya había venido sobre ella, cubriéndola con su sombra y dando origen a la encarnación del Verbo. Al haber hecho ya una experiencia totalmente singular sobre la eficacia de ese don, la Virgen santísima estaba en condiciones de poderlo apreciar más que cualquier otra persona. En efecto, a la intervención misteriosa del Espíritu debía ella su maternidad, que la convirtió en puerta de ingreso del Salvador en el mundo.
A diferencia de los que se hallaban presentes en el cenáculo en trepidante espera, ella, plenamente consciente de la importancia de la promesa de su Hijo a los discípulos (cf. Jn 14, 16), ayudaba a la comunidad a prepararse adecuadamente a la venida del Paráclito.Por ello, su singular experiencia, a la vez que la impulsaba a desear ardientemente la venida del Espíritu, la comprometía también a preparar la mente y el corazón de los que estaban a su lado.
Durante esa oración en el cenáculo, en actitud de profunda comunión con los Apóstoles, con algunas mujeres y con los hermanos de Jesús, la Madre del Señor invoca el don del Espíritu para sí misma y para la comunidad.Era oportuno que la primera efusión del Espíritu sobre ella, que tuvo lugar con miras a su maternidad divina, fuera renovada y reforzada. En efecto, al pie de la cruz, María fue revestida con una nueva maternidad, con respecto a los discípulos de Jesús. Precisamente esta misión exigía un renovado don del Espíritu. Por consiguiente, la Virgen lo deseaba con vistas a la fecundidad de su maternidad espiritual.
Mientras en el momento de la Encarnación el Espíritu Santo había descendido sobre ella, como persona llamada a participar dignamente en el gran misterio, ahora todo se realiza en función de la Iglesia, de la que María está llamada a ser ejemplo, modelo y madre.En la Iglesia y para la Iglesia, ella, recordando la promesa de Jesús, espera Pentecostés e implora para todos abundantes dones, según la personalidad y la misión de cada uno.
En la comunidad cristiana la oración de María reviste un significado peculiar: favorece la venida del Espíritu, solicitando su acción en el corazón de los discípulos y en el mundo. De la misma manera que, en la Encarnación, el Espíritu había formado en su seno virginal el cuerpo físico de Cristo, así ahora, en el cenáculo, el mismo Espíritu viene para animar su Cuerpo místico.
Por tanto, Pentecostés es fruto también de la incesante oración de la Virgen, que el Paráclito acoge con favor singular, porque es expresión del amor materno de ella hacia los discípulos del Señor.Contemplando la poderosa intercesión de María que espera al Espíritu Santo, los cristianos de todos los tiempos, en su largo y arduo camino hacia la salvación, recurren a menudo a su intercesión para recibir con mayor abundancia los dones del Paráclito. (San Juan Pablo II, 28 de mayo de 1997)
La Hija de Sión es claramente el vínculo de unión entre el Nuevo y el Antiguo Testamento. María ora con la primera comunidad. Ella, maestra de oración, siempre dócil a la suave voz del Paráclito, enseña a los discípulos a esperar con confianza al Don que viene de lo alto: el Espíritu prometido por Jesús como fruto de su muerte y resurrección. Así como en la Encarnación el Espíritu había formado en su seno virginal el cuerpo físico de Cristo, ahora, en el Cenáculo, el mismo Espíritu viene para animar su Cuerpo Místico, que es la Iglesia.
María tiene conocimiento y experiencia de la acción del Espíritu Santo, puesto que al poder creador del Divino Fuego de Amor, debe Ella su maternidad virginal. Pero “era oportuno que la primera efusión del Espíritu sobre Ella, en vista a su maternidad divina, fuera renovada y reforzada. Al pie de la cruz, María comienza a ejercer una nueva maternidad, con respecto a los discípulos de Jesús. La misión de María para con sus hijos, en la Iglesia exigía un renovado don del Espíritu, para la fecundidad de su maternidad espiritual“Por eso la Reina de la Paz nos insiste: “oren para recibir el Espíritu de la verdad”.
Pbro. Patricio Romero