Si Cristo es Rey, María, su Madre es Reina
Trabajen aún más para Dios y su reino
Mensaje, 25 de agosto de 2000
“¡Queridos hijos! Deseo compartir con ustedes mi gozo. En mi Corazón Inmaculado siento que son muchos los que se me han acercado y que llevan de una manera especial en sus corazones la victoria de mi Corazón Inmaculado, al orar y convertirse. Deseo agradecerles y alentarlos, para que con el amor y la fuerza del Espíritu Santo trabajen aún más para Dios y Su reino. Yo estoy con ustedes y los bendigo con mi bendición maternal. (Gracias por haber respondido a mi llamado! ”
En el Evangelio de San Juan (Jn 18,36), leemos el diálogo en el que Pilato examina con arrogancia a Jesús, el Verbo Encarnado, hecho cautivo maltratado, traicionado y humillado: “¿Eres tú el rey?”, “¿Entonces tú eres rey?”.
Y Jesús responde: “Tú lo dices: yo soy rey», “Mi realeza no es de este mundo”, «Para esto he nacido y he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad”.
(Juan 18, 33-37)Jesucristo es Rey porque es el Verbo de DIos, y solo Dios es el que tiene en sí mismo la potestad de «regir» todas las cosas, por las leyes inscritas en la creación, y conducir las voluntades, por la ley que nos ha revelado, para guiar el corazón de la humanidad, al conocimiento de la verdad y la salvación eterna.
A María, por ser Madre de Dios, Madre del Verbo Encarnado, Madre del Primogénito de Dios, le corresponde el lugar de Reina y Madre de la humanidad, cuya existencia ha sido posible por el libre y amoroso designio del Dios Uno y Trino.
Jesucristo es Rey por ser el Redentor, el Mesías y Salvador, anunciado como esperanza del pueblo de Israel, para el bien sin igual de todas las naciones. Este Redentor rescata nuestras almas ofreciendo a cambio, ni plata ni oro, sino que lo más preciado por los ángeles fieles que adoran al Divino Redentor: su sangre, con las que redime nuestras existencia embargadas por el pecado, y rescata con su gracia, nuestra libertad para escoger la bondad de su reino y su doctrina sagrada.
Si la Sangre ofrecida por nuestro rescate, le otorga a Cristo la potestad misericordiosa sobre nuestras vidas como Rey Redentor, tambien le corresponde a su Madre, de cuya Sangre el Verbo nutrió la gestación de su humanidad encarnada, el lugar de Reina de los redimidos, y herederos por el Hijo, de la misericordia y justicia del Padre.
Si el Redentor, coronado de espinas y clavado en el trono de la Cruz, es Rey por ser de la estirpe de David, anunciado como explendor de la descendencia de Abraham, cuya gloria camino en el tabernáculo, y en medio del pueblo de Israel, forjando la esperanza en la alianza de Dios con su pueblo, también María, santo y puro Sagrario del Hijo de Dios, concebido virginalmente por obra y gracia del Espíritu Santo, en las entrañas de la llena de gracia, es Reina de todos aquellos que esperaban, ven y se consagran por el
bautismo, como vasallos del Sol Divino que nace de lo alto, luz para alumbrar a las naciones y gloria de su pueblo Israel.
El ángel Gabriel le dijo a María: «Él será grande y será llamado Hijo del Altísimo, y el Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino no tendrá fin» (San Lucas 1, 32-33)
El Reino de María no es otro que el de Jesús, por el que rezamos «Venga a nosotros tu Reino». Es el Reino de Jesús por naturaleza y Reino de María por designio divino.
En 1 Reyes 2,19 vemos que la Madre del Rey se sienta a su derecha, por ser la perfecta discípula que acompañó a su Hijo, en la unión de gracia y de voluntades de los Sagrados Corazones, desde el principio hasta el final, por lo que Cristo le otorga la corona (Ap. 2,10), pues en María se cumplen las palabras: «el que se humilla será ensalzado» (Lc. 14, 11). Ella es la Reina que estableció el estandarte de su Reinado al decir: «He aquí la esclava del Señor» (Lc. 1, 38)
Y el Papa San Juan Pablo II, en la audiencia del 23-7-97 dijo: «María es Reina no sólo porque es Madre de Dios, sino también porque (…) cooperó en la obra de la redención del género humano. (…). Asunta al cielo, María es asociada al poder de su Hijo y se dedica a la extensión del Reino, participando en la difusión de la gracia divina en el mundo».
Si pretendemos que Cristo reine, hemos de comenzar por entregarle nuestro corazón. Si no lo hiciésemos, hablar del reinado de Cristo sería vocerío sin la sustancia de la verdad, utilización fraudulenta del nombre de Dios para aspiraciones humanas. Sin el reinado de Jesús en nuestros corazones, no hay Reino de caridad, de santidad, de justicia y de paz en la sociedad humana.
Por eso, en esta última llamada, María Santísima se nos aproxima como Reina de la Paz, pero no de cualquier paz, sino que la Paz de Cristo, que se establece con el Reinado del Espíritu Santo en nuestros corazones, con la ley del Evangelio rigiendo nuestra conciencia, con el decreto de la Misericordia gobernando nuestras acciones, con el influjo de las virtudes cristianas, transformando las familias y los pueblos, asemejándolos conforme al esplendor de la Sagrada Familia de Nazaret, cuya paz inspira el cántico de los Ángeles que proclaman:
«Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres en quienes él se complace.» (Lc. 2, 14)
Oremos al Señor con las palabras del Padre Slavko Barbaric: Danos el amor y la fuerza para poder hacer todo por amor a Ti y Tu Reino. Haznos capaces de convertirnos en Tus testigos en nuestras familias, en nuestras parroquias, en la Iglesia y en el mundo para que estemos dispuestos a dar testimonio de Tu amor como hijos Tuyos. María, gracias por la alegría que compartís con nosotros. Te damos gracias por la victoria que Tu Corazón Inmaculado alcanzó por nosotros y ayúdanos, con Tu intercesión y con Tu bendición maternal a ser verdaderamente hijos Tuyos y y buenos alumnos en esta escuela de amor, para que todos podamos ser una bendición para el mundo. Junto con María, Te pedimos Jesús que nos ayudes a nosotros y al mundo entero. Ayúdanos a liberarnos de todo pecado y de todo mal, para que así, igual que María, podamos decidirnos completamente por Dios. Que así sea. Amén. (Fray Slavko Barbaric, 26 de agosto 2000)
Atentamente Padre Patricio Romero