La humilde fe del centurión

La humilde fe del centurión

15 de septiembre de 2024 0 Por Padre Patricio

San Agustín: Confesándose indigno, se hizo digno de que Jesús entrase, no entre las cuatro paredes de su casa, sino en su corazón.


«No soy digno…» (Lc 7,6)
62, 1.3-4: PL 38, 414-416. [Liturgia de las Horas]

Mientras se nos leía el evangelio, hemos oído el elogio de nuestra fe en base a su humildad. Habiendo prometido el Señor Jesús ir a casa del centurión para curar a su criado, él respondió: No soy yo quién para que entres bajo mi techo. Basta que lo digas de palabra y quedará sano. Confesándose indigno, se hizo digno de que Jesús entrase, no entre las cuatro paredes de su casa, sino en su corazón. Pues no hubiese hablado con tanta fe y humildad, si no albergase ya en su corazón a aquel a quien no se creía digno de recibir en su casa. Menguada habría sido la dicha si el Señor Jesús hubiera entrado dentro de sus cuatro paredes, y no estuviera aposentado en su corazón. Efectivamente, Jesús, maestro de humildad de palabra y con su ejemplo, se recostó asimismo a la mesa en casa de un soberbio fariseo, llamado Simón. Pero aun estando recostado en su casa, el Hijo del hombre no encontraba en su corazón dónde reclinar su cabeza.

Estaba, pues, recostado el Señor en casa del fariseo soberbio. Estaba en su casa, como acabo de decir, pero no estaba en su corazón. En cambio, no entró en la casa de este centurión, pero se posesionó de su corazón. El elogio de su fe tiene como base la humildad. Dijo en efecto: No soy yo quién para que entres bajo mi techo. Y el Señor: Os digo que ni en Israel he encontrado tanta fe: se entiende, en el Israel según la carne.

Porque según el espíritu, este centurión era ya israelita. El Señor había venido al Israel según la carne, es decir, a los judíos, a buscar primero allí las ovejas perdidas. En cuyo pueblo y de cuyo pueblo había también él asumido el cuerpo: Ni en Israel he encontrado tanta fe, afirma Jesús. Nosotros, como hombres, podemos medir la fe del hombre; él que veía el interior del hombre, él a quien nadie podía engañar, dio testimonio al corazón de aquel hombre, oyendo las palabras de humildad y pronunciando una sentencia de curación.

¿Y qué fue lo que le indujo a semejante conclusión? Porque yo —dijo— también vivo bajo disciplina y tengo soldados a mis órdenes, y le digo a uno: «ve», y va; al otro: «ven», y viene; y a mi criado: «haz esto», y lo hace. Soy una autoridad con súbditos a mis órdenes, pero sometido a otra autoridad superior a mí. Por tanto —reflexiona— si yo, un hombre sometido al poder de otro, tengo el poder de mandar, ¿qué no podrás tú de quien depende toda potestad? Y el que esto decía era un pagano, centurión para más señas. Se comportaba allí como un soldado, como un soldado con grado de centurión; sometido a autoridad y constituido en autoridad; obediente como súbdito y dando órdenes a sus subordinados.

Y si bien el Señor estaba incorporado al pueblo judío, anunciaba ya que la Iglesia habría de propagarse por todo el orbe de la tierra, a la que más tarde enviaría a los Apóstoles: él, no visto pero creído por los paganos, visto y muerto por los judíos.

Y así como el Señor, sin entrar físicamente en la casa del centurión —ausente con el cuerpo, presente con su majestad—, sanó no obstante su fe y su misma familia, así también el Señor en persona sólo estuvo corporalmente en el pueblo judío; entre las demás gentes ni nació de una virgen, ni padeció, ni recorrió sus caminos, ni soportó las penalidades humanas, ni obra las maravillas divinas. Nada de esto en los otros pueblos. Y sin embargo, a propósito de Jesús se cumplió lo que se había dicho: Un pueblo extraño fue mi vasallo. ¿Pero cómo, si es un pueblo extraño? Me escuchaban y me obedecían. El mundo entero oyó y creyó.